La espesura del tiempo: mujeres en faenas de lavado

Por Nina Satt Castillo

Productora (Susurros del Hormigón, 2021) y Educadora/ Tallerista de Cine
en el Penal de Menores de la ciudad de Limache (Chile). Colabora con Revista
Oropel y El Agente Cine. Licenciada de Cine de la Universidad de Valparaíso.

“Afinó sus oídos en los chismes de peluquerías, 
con las lavanderas en el río (…)”

Lucrecia Martel a Pedro Almódovar. Discurso de Homenaje en la 76ª versión del Festival de Venecia.

I. 

No son las mismas manos, pero coinciden. Tanto en literatura como en el cine es posible dar con diferentes usos narrativos en las imágenes donde aparecen mujeres en faenas de lavados. La convocatoria no varía mayormente, siempre se trata de feminidades. Con el tiempo he ido pesquisando estas imágenes y he podido dar cuenta que dichas acciones se emplean para el giro de determinados eventos como en el caso de Mundo Herido de Mendez Carrasco.

Ante los acontecimientos presenciados, opté por correr para avisarle a la madre de Pitopán sobre la suerte de los muchachos. Se hallaba lavando viejos trapos descoloridos y, al verme, se tocó la cintura, se pasó un brazo por la boca salpicada de lavaza y se desplegó la lengua:

—¿Por qué no andái con los cabros, Curipipe?

—Es que los detuvieron los pacos del Barón y se los llevaron… 

Imágenes como latencias. Usos destinados a transparentar el rol vinculado –forzosamente– sexogenericamente. Mayormente son madres o hijas cuyos espectros etarios varían. Dígase que esas manos lavando de niñas pueden ser las de una madre que es a su vez es una niña-mamá, o que esas manos de madre pueden ser igualmente las de una hija lavando junto a unas manos de más edad. De cualquier modo, siempre son mujeres las que lavan, y al hacerlo, damos con un lugar de mundo: una obediencia histórica como forzada en la realización de las labores domésticas y de cuidado. 

Sin embargo, al detenernos en las corporalidades que hacen posible dicha obediencia, y en el gesto en sí de lavar, damos con que su uso en la narración pierde su oportunidad significante toda vez que nos detenemos en él, como quien pudiera desprogramar el monopolio de esta configuración biosociopolítica para generar otros sentidos y otras recepciones. 

Sin embargo, es preciso revisar determinados materiales y archivos que dan cuenta de la evidencia sostenida en el tiempo. El grado cero de estos trayectos –una vez más– fue El Chacal de Nahueltoro (1969) de Miguel Littin, específicamente el primer encuentro entre Rosa Rivas y el andariego que la ultimaría. Ella se encontraba colgando en el tendedero cuando de pronto nota la presencia del foráneo acercándose a su hogar. Una vez ahí él pide agua. Sin que Rosa se percatara, el hombre toma el hacha para cortar los retazos que no vemos en escena. Escuchamos el golpe del hacha en la madera. Nadie sale a repeler su presencia, ni el marido difunto ni los inquilinos de la hacienda. Una de las hijas trae el agua pedida. Rosa lo recibe como se nos enseña a recibir al que llega de lejos. 

Y creo que es porque Luis Cornejo fue productor de esta película que siento una cercanía entre esta escena y un pasaje de uno de los cuentos de Barrio Bravo.

La lavandera estrujó paño por paño y los iba tirando en un tarro grande de dos orejas; puso otra vez el corcho en el desaguadero y abrió la llave de agua. Tomó el tarro y lo llevó hasta los alambres, empezando a colgar los paños al sol. Volvió a la artesa y vaciando otra bolsa de paños, los sumergió en el agua con las manos hasta que estos empapados se mantuvieran bajo el líquido, se pasó las manos mojadas por la cara, subiéndoselas hasta la frente, y en seguida, las bajó hasta el mentón y volvió a subirlas hasta los ojos y las estuvo en los carrillos. Así se quedó unos segundos con los ojos perdidos en la distancia. Fue cosa breve, pero esa mirada decía mucho ¿En qué pensaba? Esos segundos eran raros en ella y podría decirse que le hacían mal, o que por lo menos le daban mucha pena. Mojándose las manos otra vez y se las pasó por las crines, se arregló las dos peinetas que le sostenían el moño y volvió a su trabajo.

Las imágenes de este grado cero se extienden a los tendederos de Valparaíso Mi Amor (1969) de Aldo Francia cuando la vecina se encuentra colgando sábanas ajenas recién lavadas. Irrumpen lxs hijxs del compadre preso jugando en el espacio de la artesa. Las sábanas limpias caen al barro. Lxs niñxs salen fuera de cuadro tras la ira desatada de la lavandera. 

En todas estas imágenes –en las escenas anteriores y en ésta– tengo cansancio y precariedad. En lo tocante a las películas, ambas historias inauguran el nuevo cine chileno enhebrando imágenes que se sirven del cansancio de mujeres y de niñas-infancias vulneradas ¿Es acaso posible pensar estos usos narrativos como algo que solo convergen en decisiones estéticas? ¿Cuál es la materia preciosista de las condiciones lacerantes de esas niñas que aparecen en la película, de esos roles maternos a la deriva?

Todo este continuo de imágenes y preguntas traen para sí las imágenes en blanco y negro de mujeres sin rostro que lavan en Morir un poco (1966) de Álvaro Covacevich, como quien diera con la pervivencia de un precedente: en el plano podemos reconocer a una niña lavando.

Morir un poco (1966) Álvaro Covacecich

En Cuartito Rosa (1991) de Sergio Navarro, sin dejar de colgar ropa en el tendedero, la madre de Magi va respondiendo cámara que viven de allegadxs, que antes vivían en la población La Victoria, y que ella siempre ha sido sola con su hija, y que el padre de la Magi no es parte de ese cotidiano. También aparece una niña-madre lavando pañales. Magi le pide un vaso con agua. Las separa un cerco donde sus miradas se alcanzan. La actividad del lavado no es tanto obediencia como sí la sola complicidad de los encuentros posibles. Entonces agua para beber, agua para lavar: niñas-madres-mujeres-tendederos.

El Hombre cuando es Hombre (1982) Valeria Sarmiento

Al lado de estas imágenes: la niña que sonríe con las manos enjabonadas en El hombre cuando es hombre (1982) de Valeria Sarmiento, seguidamente de la mujer que suspende el lavado para saludar a la cámara en Caminos de liberación (1985) del grupo Chaski y la mujer de edad que restriega en L’ Argent (1983) de Robert Bresson. Nombrar fotogramas como quien sostiene evidencias para transparentar la operación que hay de fondo: artesas, clase y género. 

Fotograma Caminos de Liberación (1985) Grupo Chaski

Teresa de Lauretis cita a Claire Johnston para puntualizar que no solo tenemos que dar con nuevas formas de narrar, de igual manera tenemos la urgencia de construir medios por los cuales podamos interpelar al cine burgués patriarcal. En su idea de querer expandir la cercanía abordada por Laura Mulvey entre «Sadismo y Narración» en Alicia ya no, de Lauretis insiste que la figura del deseo no es gratuita y que la misma, según como sea articulada, puede ser determinante en el mapa de sentido que las películas proyectan en términos de roles. Esto último de Lauretis lo ha formulado insistentemente para entender la configuración biopolítica del género, y con esto, las repercusiones transhistóricas que el cine ha desplegado y definido en nuestros imaginarios sociales a través de la recepción que hacemos de él. Todo esto da cuenta de la obediencia señalada anteriormente, obediencia que, si bien es servicial con la estructura patriarcal vigente, de igual forma las imágenes que hay –y que se crearán– de mujeres lavando, hoy son medios que tenemos para desprogramar, apelando que la sola colectivización de estas imágenes –su puesta en urgencia– nos permitirá construir narraciones que atenten con la operación sostenida. Y es que imágenes de mujeres lavando no solo son mujeres lavando. 

Fotograma L’Argent (1983) Robert Bresson

II. 

Lucrecia habla de Almodóvar como el niño más fuerte y se le quiebra la voz. En el discurso que le entrega el año 2019 en el Festival de Venecia, Martel lo retrata como alguien que supo guarecer en las imágenes de divas y mundanidades cuando el franquismo hacía estallar a un territorio por la ficción de la patria única. Ahí estaba Pedro niño “afinando sus oídos en los chismes de peluquerías, con las lavanderas en el río, en callejones de adictos insomnes, en el cotilleo de lxs vecinxs”. Y ahí estaba el cine protegiéndolo de la “inutilidad moral” que asediaba esos primeros lugares de la ternura.

Y lo que quedaba de ese asedio era precisamente una infancia cuya escucha atenta encontró refugio. Lucrecia continua y expone el coraje de El Deseo en esos derroteros que nos pertenecen enteramente. Esos lugares incómodos donde mujeres y disidencias se desenvolvían romponiendo los esquemas del buen gusto y la armonía. Un barroco que logró vandalizar la estructura hierática del fascismo con gestos que hoy son parte de nuestros acervos biográficos, de las imágenes de nuestras tías y madres con lacas, flequillos, calzas fosforescentes y papeles murales saturados.

Hay una verdad enorme en este discurso que nos regala Lucrecia: “(…) Mucho antes de que las mujeres, los homosexuales y las trans nos hartaremos en masa del miserable lugar que teníamos en la historia, Pedro ya nos había hecho heroínas”.

El cine no puede ser otra cosa que poner los rostros que faltan. De ficcionar y representar esos lugares socavados por la instalación de los modelos biosociopolíticos y económicos que pulverizan y exterminan las otras vidas posibles. Estos registros de mujeres lavando no tienen que ver con enhebrar una trayectoria sino con zurcir las partes reparándolas de su tercerización. Porque el cine puede mancillar al mismo tiempo que subsanar. Cuando estas imágenes se proponen, cuando damos cuenta del lugar socavado entregado a la representación de la feminidad, se nos presenta una temporalidad cuya posibilidad guarda relación con la preservación de vivencias. Y ahí lo mandatado por el patriarcado puede cancelarse o sencillamente dejar de operar en la dirección binaria de la diferencia. Porque el cine puede mancillar al mismo tiempo que subsanar.

Fotograma ¿Dónde está la casa de mi amigo? (1987) Abbas Kiarostami

Y no tengo claro cuál es la función específica que cumplen las escenas de mujeres lavando, pero existen. Es posible catastrarlas. Lo importante de conmoverse tiene que ver con atisbar los lugares del archivo como si se tratasen de huellas. Con hacerse parte. Con imprimir un aspecto de la mirada que hasta ese entonces no reportaba importancia alguna. Entonces mujeres lavando y colgando ropa. Entonces implicarse, hacer cuerpo esa conmoción. Insistir con las imágenes como evidencias como si se tratase de una operación: un cúmulo de diversas procedencias –países y años– transparentando la concatenación forzosa de un rol histórico al que fuimos asignadas. Todas estas evidencias son correspondencias con imágenes que conozco de antemano: 

Mis madres lavando. 

Esmalte de uñas percudido por el roce que produce la vocación de sacar manchas.

El gesto de pasarse la parte seca de la mano para correr el flequillo con laca. 

Las miradas gachas mirando la prenda mojada. 

La ocupación de artesas y lavaplatos.

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