Condena, apropiación y abandono: mutación de los escenarios domésticos en High Life (2018)

Alexandra Vazquez (Paraguay)

Crítica de cine (El Espectador Imaginario, La Pistola de Chéjov), docente y guionista. Máster en
Crítica Cinematográfica egresada de la escuela Aula Crítica de Barcelona, y Lic. en Cinematografía
de la Universidad Columbia del Paraguay. Miembro de la AICA (Asociación Internacional de
Críticos de Arte) – Capítulo Paraguay

Tenías razón, papá. Tenías razón. Lo siento.
Tengo ya todo lo que necesito aquí.

High Life (2018)

Un invernadero, donde crecen algunas frutas y hortalizas. Un zapallo, un zapato. Al subir las escaleras, un pasillo oscuro. El piso brilloso y las paredes acolchadas recuerdan a un asilo. ¿Es eso una mancha de sangre? La cámara ingresa a una de las habitaciones y desciende al suelo. Dentro de una cuna improvisada de caños, bidones y redes, un bebé balbucea sus primeras palabras, mientras afuera, en el espacio, su padre arregla un desperfecto de la nave. El astronauta es Monte, quien vive a bordo de una nave espacial con su hija Willow. Aquí, a millones de años luz de la Tierra, aislados de otras personas y de cualquier tipo de contacto humano, perderse en el abismo es fácil: un pequeño desliz conduce a las profundidades del alma, así como un desperfecto técnico alimenta la paranoia y recuerda que la existencia es nada más que prescindible. 

High Life (2018) transita sobre tres tiempos, la rutina diaria de Monte y de Willow pequeña, un tiempo pasado donde Monte formaba parte de una tripulación enviada en una misión suicida a un agujero negro, y el encuentro de Monte y Willow, ya adolescente, con otra nave espacial de iguales características a la suya. La voz en off de Monte describe el sufrimiento de lxs condenadxs, adolescentes convictxs a pena de muerte o cadena perpetua que vieron en la propuesta una salida posible del encierro, la posibilidad de viajar al espacio y servir a la ciencia. Quizás por inmadurez, por ingenuidad, o por un poco de ambos, desconocían el destino final del encargo.

El sufrimiento se percibe en el relato al que nos conduce el protagonista, pero interesa aquí las formas particulares de habitar los espacios de la nave espacial en relación a sus habitantes, pues la película de Claire Denis empieza y termina contemplando esos escenarios vacíos impregnados de huellas humanas que insinúan su presencia sobre superficies aparentemente impolutas. Digo impoluta, porque el cine de ciencia ficción nos ha condicionado a esperar una cierta codificación cromática y material donde predomina el blanco y el metal cromado, así como los cables, los chips, las pantallas, los robots y la alta tecnología. De manera similar, en dicho género es común encontrarse con cuerpos híbridos donde la dualidad máquina y organismo plantea su conflicto central en tanto que el acoplamiento de una criatura conformada en parte por una realidad social y en parte por mecanismos artificiales suscita rechazo y desconfianza.

En High Life, sin embargo, lo abyecto es el combustible que permite la vida a bordo de la nave. Sin posibilidad de obtener provisiones de alguna estación cercana, el sudor, las heces, la orina, es decir, los desechos corporales íntimamente propios del ser humano, son indispensables para sustentar la maquinaria de supervivencia. Aquello que causa perturbación, que se expulsa del cuerpo como sustancia impura se filtra y se procesa hasta volverlo potable de nuevo; lxs tripulantes de la Nave 7 beben su orina y riegan las plantas con agua tratada de la cloaca. Estos tanques no se esconden, de hecho, se encuentran a plena vista en cada lugar donde transitan lxs personajes, a veces incluso en forma de un bebedero comunitario. Máquina y hombre presentan más similitudes que diferencias: ambos generan desechos líquidos (en una escena, un caño de escape arroja al suelo un fluido lechoso), y los seres humanos a bordo de la máquina son meros engranajes –reemplazables y descartables– dentro de la caja. Poco o nada importa que ellxs regresen a la Tierra, porque allí también ellxs son desechables, la escoria de una sociedad que prefiere arrojarlos al vacío, dentro de la caja metálica que los contiene, que pretender cualquier intento de reinserción; pareciera que el gasto operativo es menor que su estadía en la cárcel. Y tal como los fluidos, que adquieren la forma del recipiente que los contiene, lxs condenadxs se amoldan y se adaptan, sea a una celda, una habitación compartida, o incluso a los intentos desesperados de la doctora Dibs por cultivar fetos en un escenario imposible. 

High Life otorga una carga dramática a ciertos espacios cotidianos recurrentes: el dormitorio, la huerta y el consultorio médico. Lo que ocurre en estos espacios, la entrada y salida de los personajes dentro de estas habitaciones, configura una imagen doméstica particular, siendo la nave el reemplazo de la casa, y por ende, el epicentro de la existencia humana en este microhábitat. La nave, a su vez, constituye el hogar del agobio, ya que lxs habitantes conviven presos allí dentro. En vez de rejas, cadenas, y camisas de fuerza, lxs tripulantes habitan un espacio público donde no existe la privacidad ni tampoco la posibilidad de cambio. La huida implica un suicidio meditado, y la resistencia conlleva al aprisionamiento, los brazos sujetados a la litera. El baño, o algún cuarto que aloje las instalaciones higiénicas de una casa, tampoco existe, por lo que deduce la reducción de estas personas no solo al confinamiento sino además a una disminución de su condición humana. Las únicas puertas que existen, o al menos las que vemos abrir y cerrarse en toda la embarcación, son las que conducen al espacio, las que deben ser abiertas sólo con el equipamiento apropiado. El cuerpo, entonces, se adapta.

Flotando en el espacio, la forma de habitar la nave se asemeja a una espera continua. ¿De qué? Llegar a destino, quizás, o tal vez perder la fé, o, en su reemplazo, engendrar una vida y conseguir lo inconcebible como prueba irrefutable de la permeabilidad humana. En este interín, los personajes duermen, se masturban, se drogan, y se lastiman para no drogarse. Salvo una escena donde lxs aeronautas realizan ejercicio físico a lo largo del pasillo, el trabajo que realizan dentro de la nave es inexistente. No sabemos quién hace qué, ni para qué, ni tampoco por qué su presencia dentro de la nave es útil, más que el cometido final de atravesar un agujero negro. De hecho, los reportes que realizan a diario están desfasados en el tiempo: cuando sean recibidos en la Tierra, habrán pasado centenares de años. La invisibilización del trabajo refuerza la idea de la nave en su totalidad como un único escenario doméstico; solo afuera realizan las labores de manutención o de índole científica. 

En esta espera, el único objeto de entretenimiento dentro del hogar espacial es una pantalla que recibe imágenes aleatorias de la tierra. Su funcionamiento es desconocido y tortuoso; aun cuando genera descontento tampoco se prescinde de ella. A través de esta ventana, lxs tripulantes observan eventos pasados como la celebración de una misa o un niño corriendo en la playa, imágenes mundanas que se refieren a una vida que ya no tienen y no volverán a tener nunca. El consumo del contenido ofrecido sin discriminación posible sugestiona el conocimiento; más que un virus, esta pantalla-televisión es una herramienta de adiestramiento sin rostro. 

Si el cuerpo se adapta a la ingravidez, así también los espacios se despojan de su frialdad inicial a medida que son absorbidos y asimilados como un terrario. Cuando la ciencia exige pulcritud, es imposible borrar los rastros del paso humano dentro de estos espacios asépticos. El laboratorio, blanco y azulado, se tiñe de amarillo. En vez de ser un espacio de investigación, se convierte en un centro de fertilidad y luego maternidad, pero también es el lugar de tránsito para aguardar la siguiente dosis de somníferos. Las luces del pasillo también disminuyen en intensidad, pues no existe ojo que pudiera aguantar semejante luz blanca todo el día, mientras las paredes se manchan y se rayan con palabras y gritos. De la misma manera, con los años, la huerta ya no se destina sólo para el cultivo, sino que se convierte en un lugar de culto, un confesionario verde y húmedo, el refugio ideal para los más desamparados y lugar de descanso final para otros.

La fuerza de gravedad condiciona un arriba y un abajo, el suelo y el cielo, pero en el espacio, ante la falta de un horizonte, la atracción de los cuerpos al piso y la ubicación de la cámara trazan una línea imaginaria que divide la nave en dos: existe un espacio superior donde se encuentran los dormitorios, el laboratorio y la cocina, y existe un espacio inferior, por debajo, al que se desciende por una escalera. En High Life, descender al nivel inferior conduce a espacios transitorios donde yace el alivio. En este espacio por debajo se encuentra la huerta, la salida al exterior, y el único cuartito con una puerta ciega, aquel al que denominan La Caja. Aquí dentro, una variedad de objetos (fálicos o no) se encuentran a disposición del goce del usuario, un dildo, un caballete, unos amarres de cuero. La habitación, pequeña y oscura, sirve únicamente a ese propósito individual. Lo erótico se vuelve mecánico, como un trámite más en la rutina diaria aunque tal vez sea el único momento en que unx pudiera encontrarse solx. La Caja supone un breve lapso de intimidad, pero quienes la usan saben que después vendrá otro más a utilizarla, y que los espacios y los utensilios de placer son compartidos al igual que cualquier otro artefacto dentro de la nave. En este sentido, se enfatiza aún más la ausencia de espacios privados; la pieza de masturbación es también tan pública como un baño público, valga la redundancia. 

El descubrimiento de la Nave 6 coincide con la primera menstruación de Willow, y a nivel emocional, define el tránsito de la pubertad a la adolescencia. Cuando había aprendido a caminar prendida de la mano de Monte, ahora aprende a rezar imitando el comportamiento de las personas en la Tierra que absorbe de la pantalla. Desconoce el sufrimiento, pero sabe reconocerlo, siente miedo, pero sabe disimularlo. Pero el mayor aprendizaje ocurre a la fuerza, cuando ambos llegan al agujero negro y deciden abandonar la nave en la espera de que puedan atravesarlo y cumplir la misión. Ya sin máscaras, sin trajes, en un espacio oscuro indeterminado, padre e hija se toman de la mano y caminan hacia una luz amarilla. El destino es incierto, la emancipación, una utopía. Mientras la luz blanca los envuelve y copta el cuadro, solo una cosa es segura: todo lo que necesitan siempre estuvo ahí. 

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