El verano de nuestro descontento *

Por Silvia Schwarzböck y Hugo Salas

La ciénaga (2001, Lucrecia Martel) revela la presencia de algo arcaico, que no se deja ver para todos. Esealgo podría llamarse el lado oscuro o el lado profundo de una familia argentina. Pero darle ese nombre a lo arcaico llevaría a pensar que la película de Martel forma parte de una tradición del cine argentino, esa que se regodea en la crítica social y sostiene que de la clase media para arriba estaría el muestrario de todos los males de este país. Desde ya, no es el caso. La mirada de la directora no tiene ojos para el lugar común. Ni para los discursos culposos. Es más bien todo lo contrario: una mirada impiadosa en el mejor sentido de la palabra.

Como herramienta estética, la impiedad significa la posibilidad de ver a los personajes desde su propia lógica, de encontrar dentro de los límites de su mundo la verdad tranquilizadora que los mantiene encerrados allí. Vistos con sus propios anteojos, los personajes no son dignos de lástima, aunque sí estén necesitados de redención porque no son felices. Y esa es la clave. La felicidad. Así como en el film de Todd Solondz la perversión aparecía como la forma más paradójica de ser feliz sin poder saberlo, pero todos los personajes -no solo el pedófilo- eran tristemente felices porque sus mundos se les habían vuelto funcionales (de ahí el título Felicidad), en el de Martel nadie puede ser feliz con lo que tiene, sumido en su agobiante normalidad. Ni siquiera Tali, que parece tener todo para serlo pero no se siente libre (y de hecho, no lo es), o el hijo mayor de Mecha, que vuelve a La Ciénaga y termina hundiéndose en el barro igual que los otros, aunque venga de una vida mejor en Buenos Aires y pueda regresar a ella en cualquier momento. No se trata de decir que la gente no merece ser salvada hasta que no pida a gritos su salvación, sino de saber entender por qué a nadie se le ocurre gritar cuando se está hundiendo. La impiedad es estética cuando se pregunta por qué no nos vemos hundirnos cuando nos hundimos y es moral –moralmente condenable–  cuando muestra ese hundimiento como un destino inmodificable.

La mirada de Martel es una mirada clínica. Como la de Buñuel, que odiaba el neorrealismo por mostrar a los pobres en un estado tan beatífico que daba pena sacarlos de su pobreza. O como la de Truffaut, que pensaba que el único modo de mostrar el mundo de los sentimientos era con la frialdad de un entomólogo. En cualquiera de los dos casos, se trata de un arte del distanciamiento, de un respeto casi reverencial por la complejidad del mundo, que no les permite negarla para hacer mala ideología en nombre de la belleza.

Ahora bien, lo que distancia a Martel de una crítica social culposa, a la manera de la Generación del 60, donde la crítica a la inercia de la clase media es en realidad una auto crítica, porque revela la propia incapacidad de trascenderla, es lo mismo que la aleja de la mirada por la cerradura que caracterizó al cine de Torre Nilsson y Beatriz Guido. El mundo de La ciénaga es todo lo contrario de un orden a punto de caer, con personajes encerrados en él e incapaces de aceptar ese cataclismo por venir. En ese punto era en el que habían acordado Torre Nilsson y la Generación del 60, solo que uno había mirado hacia la clase alta y los otros hacia la clase media, aunque a su pesar todos pertenecieran a esta última. El mundo de La ciénaga, en cambio, presenta el espanto de lo eterno, lo cíclico, lo circular, lo cerrado, es decir, de lo arcaico, de algo que, como el barro, está en la superficie, pero conecta con lo profundo y oscuro que está por debajo. Es lo que ya debería haber desaparecido, pero sigue ahí. Martel lo presenta como un microcosmos, revelando su naturaleza orgánica y proteica, como un monstruo vivo que se autoabastece, pero que para hacerla necesita de la energía de todos sus miembros a la vez.

Ese monstruo tiene la forma de la familia tradicional, una institución mítica, que contiene y castra solapadamente a los varones -y que el cine argentino, aún el nuevo, por ser predominantemente masculino, suele añorar-, mientras asfixia y castra abiertamente a las mujeres. En un punto, sin querer hacer del género una ventaja comparativa, podría decirse que solo una mujer puede percibir -y convertir en material cinematográfico- el mundo de La ciénaga. y es dudoso, también, que su mirada pueda ser compartida por quienes no participen de una inmensa minoría: la de aquellos que, por distintas razones, vivieron los vínculos familiares y el ámbito doméstico como una tortura silenciosa y no como un lugar de refugio.

La visión de familia de Martel no es fácilmente compartible, al menos si se intenta conservar la fe en el tradicional modelo heterosexual monogámico de pareja. La suya no es la visión de Woody Allen en Hannah y sus hermanas (1986), por ejemplo, donde el problema son los vínculos pero, en última instancia, lo familiar continúa siendo un ámbito de contención, incluso de ternura. Tampoco es una visión de enfrentamientos generacionales, como en las películas de los cincuenta protagonizadas por James Dean. En su trama macabra, en su estilo cruento y desalmado, la familia de Martel guarda una estrecha relación con el único sistema de representación que supo amoldarse, encubierto, a la percepción que lo femenino tenía de su entorno: la telenovela. Es la familia de la telenovela clásica argentina (casualmente, escrita en la mayor parte de las oportunidades por individuos inscriptos en una minoría) la que, detrás de todas sus divisiones maniqueas de superficie (buenos-malos coincidiendo por lo general con pobres-ricos), se atrevía a mostrar el reverso de ¡Grande, pa! (1991) y Los Campanelli (1969): una cohabitación promiscua y violenta. Aunque en cualquier telenovela todo indicase, para tranquilizar conciencias, que esa familia que vivía en «la mansión» era la excepción a la regla, era la única familia representada en profundidad, el único esquema real de familia, fuera del futuro idílico de la pareja protagónica. Es posible leer gran parte de las telenovelas argentinas como la realización del deseo de escapar a esta estructura familiar opresiva, que desemboca –contradictoria y aleccionadoramente–  en repetirla por cuenta propia, idealizada, junto a ese hombre completamente feminizado que es el galán. Pero donde la telenovela venía a imponer su imposible orden utópico e idílico (al final, los opresores, hombres y mujeres, eran condenados, y los buenos se sustraían del ámbito), la película de Martel señala el carácter cíclico del agobio y la opresión.

Esa violencia contenida, que en un mundo más abierto y democrático se canalizaría físicamente en el sexo, aquí solo se libera tomando contacto con las armas de caza, con los puños, con los cánones que rigen la masculinidad patriarcal, devolviéndole mal la violencia a una naturaleza que la engendra sin ninguna finalidad. Es, también, la única alternativa a la que saben recurrir las mujeres cuando deciden imponerse –como lo hace Mecha– del mismo modo que los hombres, tomando las armas, asegurando así la subsistencia eterna del orden.

Los hombres y las mujeres de La ciénaga guardan, en muchos aspectos, una interesante relación con los personajes de Miss Mary (María Luisa Bemberg, 1986). En los dos casos, hay un tipo superficialmente similar de violencia, de dominación, aunque la película de Martel sea mucho más sutil y menos explícita, sobre todo en lo concerniente a la sexualidad. María Luisa Bemberg se atrevía a mirar con impiedad autobiográfica un orden que se había extinguido hacía ya mucho tiempo, y cuya extinción era parte de la película. Martel, por el contrario, extiende su duración hasta el presente, y no lo hace depender tanto de un momento histórico determinado; por el contrario, lo vincula a lo que ya forma parte de la naturalidad de los lazos sociales. La relación dominador-dominado cambia constantemente. Todos los personajes, incluso los chicos, recurren en alguna medida al ejercicio perverso del poder. Lo que este modelo familiar graba a fuego es una mecánica monstruosa del ejercicio del poder, mecánica en la que los chicos (como Joaquín) comienzan a ejercitarse desde su más temprana edad, utilizando un blanco favorito: los otros, los collas. El único modo de evitar hundirse parecería ser escapar, como Mercedes, a todas las convenciones geopolíticas de la familia. Pero esto tampoco garantiza la felicidad, ni siquiera la independencia. Los vínculos continúan estando allí, por teléfono, en la cama, como símbolo inevitable de la omnipresencia psicológica del modelo. Martel logra plasmar el fatalismo ineluctable de la cultura: podemos verla, podemos criticarla, podemos odiarla, pero la vivimos, sin escapatoria. Una vez naturalizado, todo rasgo cultural se vuelve ancestral.

O peor aún, físico. El cuerpo es el lugar que concentra los castigos. Con él se ensañan la naturaleza, los demás y el mismo propietario, el calor, los golpes y el alcohol. Esta es otra razón para explicar la ausencia de actividad sexual en La ciénaga. El placer no deja marcas, el dolor sí. Sangre, heridas y cicatrices son los tres elementos del cuerpo que nos enfrentan a la fragilidad del ser. La mayoría de los personajes muere en algún momento. En realidad, se mueren todo el tiempo, se deshacen, se acaban. Su extinción es lenta y agónica, como la vaca que se ahoga en la ciénaga. Así y todo, cuando la Muerte hace su ominosa entrada es imposible no estremecerse. Nos queda un único reflejo: queremos continuar vivos. Asqueados, sumergidos, golpeados … pero vivos.

Por eso, La ciénaga también es una película sobre restos. Expone, con fruición pornográfica, lo que estamos acostumbrados a vivir tapando, la prueba última de la carnalidad. Sería superficial creer que es el barro lo que está tapando a los personajes. Los tapan los restos, sus propios restos de historias, envidias, odios, y principalmente, los restos del amor. Los restos que no se expulsan, matan; pero esa función vital, dentro de este universo cerrado, debe realizarse a escondidas, solapadamente. Y de tanto esconderlos, los restos desbordan y terminan tapándolo todo. En este sentido, la película presenta a la desidia como la más característica de las actitudes humanas. Los personajes se hunden con una autoindulgencia estremecedora, con la pileta inutilizada en pleno verano y con la casa hecha un desastre. O como Tali, que elige ser el pozo ciego que se encarga de ocultar todos los restos, y solo vive para eso. Ninguna de las dos opciones parece preocuparles demasiado a los hombres de La ciénaga. Lo único que les molesta es que quede la puerta abierta. Esta mirada, donde la violencia no es disruptiva, marginal, ni está criminalizada (como ocurre, por ejemplo, en Pizza, birra, faso), sino que está en la conformación misma de los vínculos, es lo que separa a Lucrecia Martel de la gran mayoría de sus colegas contemporáneos. Y no deja de ser llamativo –aunque nadie quiere hacer una teoría a partir de dos casos– que sea otra mujer, además de Martel, quien mejor haya representado este tipo de violencia en el cine argentino de los últimos años. No quiero volver a casa (2000), de Albertina Carri, comparte con La ciénaga su mirada distanciada respecto de los personajes y de su relación simbiótica con el entorno. Esa perversa simbiosis se vuelve visible a través de una atmósfera poblada de seres que parecen participar del mismo ecosistema, aunque estén cumpliendo funciones opuestas en lugares distantes. Las relaciones entre víctimas y predadores son tan complejas como la estructura de la cinta de Moebius que presenta la película. La violencia estalla en el comienzo, con las imágenes del secuestro de un empresario y su posterior asesinato. A partir de allí, la trama retrocede en el tiempo y conocemos la prehistoria de ese suceso, para descubrir cómo eran las vidas de la víctima y del asesino a sueldo que le disparó hasta el momento de cruzarse. Esas vidas, vividas en lugares y con funciones opuestas dentro del ecosistema, revelan lo contrario de lo que cualquier intento de crítica social hubiera querido revelar: desgraciadamente, hay un solo modelo de familia, que no es otro que el de La ciénaga. Para muchos, se vuelve un microcosmos contenedor y complaciente. Pero, para la inmensa minoría, la búsqueda de la felicidad consiste en tratar de vivir como si esos veranos, donde lo menos agobiante de todo era el calor, nunca hubieran existido.  

* Texto originalmente publicado en la edición Nº 108 de El Amante (2001). Agradecemos especialmente a Silvia Schwarzböck, quien nos dio la autorización para publicar el artículo.

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