Por: Milena Rivas
Vejo no tato sua pele
Tatuo com dedo o seu gosto
Não sigo mapas, desejo
Segredo e contato («Palavras no Corpo», Gal Costa)

Es sábado por la madrugada. Afuera llueve. Termino de ver Aquarius (Kleber Mendonça Filho, 2016) y apago la computadora. No puedo hacer más que irme a dormir, mi cuerpo exhausto e impresionado por la fuerza intempestiva de su protagonista, Clara. El personaje interpretado por la actriz brasileña Sônia Braga es una mujer morena de unos sesenta años, superviviente de un cáncer de mama, que se niega a abandonar el departamento en el que ha pasado gran parte de su vida. A cada fotograma la observo ejercer resistencia frente a los agentes inmobiliarios de la compañía Bonfim, encarnados en una masculinidad blanca y despiadada, así como lo hiciere décadas atrás contra la enfermedad. Y aquello que más me fascina es que, aun soportando la mayor de las adversidades, Clara sigue dibujando en su casa una cartografía del placer.
Desde una fragilidad queer, en términos de Sara Ahmed (2016), Clara impugna las líneas rectas de la construcción hacia arriba que propone la agencia inmobiliaria y pone su cuerpo en primer plano. “Este edificio no está vacío, yo vivo aquí”, sostiene nuestra protagonista y lo confirma en lo cotidiano desde movimientos zigzagueantes, inestables, hipnóticos, bailando acompañada de su colección de vinilos, nadando entre las olas, revolviendo su larga cabellera, arqueándose en sus relaciones sexuales. Construye otra vivencia de la domesticidad, en tanto espacio de deseo y archivo de afectos, y cada rincón se vuelve un germen potencial de cada uno de sus recuerdos. Algo así como lo que experimentaba la tía Lucía al posar su mirada sobre un armario de madera y transportarse —y a nosotres, con ella— a una juventud de placer sexual vertido sobre el mueble. Un deseo que late a través de todas las generaciones de mujeres de su familia. Ambos hogares son montajes de objetos que conforman un paisaje en movimiento, vital, el decorado de una puesta en escena sentimental que se desplaza entre sus paredes, ataviando su propia superficie. Recuerdo una idea de Giuliana Bruno en Atlas of Emotion (2002): «Los interiores son una cuestión de los sentidos. Ellos sienten, y dan sentido a nuestro paso». Nuestros hogares contienen un acervo de temporalidades, nos contienen. ¿Cómo no rebelarse frente a quién pretende vulnerar esa guarida?
Ya no basta con la insistencia de Geraldo y Diego, a cargo del proyecto Aquarius de la compañía Bonfim, su invasión silenciosa en forma de sobres que deslizan bajo la puerta de Clara. El reclamo comienza a encontrar legitimidad también en la voz de unos antiguos vecinos, que la acusan de no querer vender la propiedad, e incluso de sus propios hijos, quienes cuestionan su decisión en nombre de la seguridad y el bienestar de su madre. A su vez, dada la representación de la violencia inmobiliaria, Kleber Mendonça Filho hace de la imagen del departamento el espacio mismo de la transformación de Brasil y de sus procesos de urbanización y modernización, algo que ya adelantaban los primeros minutos del film mediante una serie de fotografías en blanco y negro de los paisajes de Boa Viagem: en estos procedimientos podemos observar el horizonte de experiencia del dolor de Clara, que dibuja un trayecto hacia lo público desde lo íntimo.
Poco a poco, todo aquel continente afectivo se vuelve un edificio fantasma, despojado, silencioso, irreconocible. Aparecen intersticios en la fortaleza de Clara bajo la forma de pesadillas. El montaje se extraña y nos muestra dos mujeres a la vez. Una que da vueltas en la cama, a oscuras y en silencio, asediada por el terror de haber dejado la puerta abierta. Otra imaginada por ella, recostada sobre el sillón cerca de una luz tenue. Instantes de sospecha, casi imperceptibles, casi anecdóticos, en los que el film deja entrever ciertos pliegues de inestabilidad que atraviesan tanto a Clara como a su departamento y nos mantienen alertas.
Estoy por quedarme dormida pero me levanto y garabateo en un cuaderno “Femmes Maison”, la serie de pinturas ejecutadas por la artista francesa Louise Bourgeois entre 1946 y 1947. Allí, Bourgeois sustituye las cabezas y los cuerpos de las figuras femeninas desnudas por formas arquitectónicas, como edificios y casas. Aquel recuerdo de la obra de Bourgeois hace eco en mí a partir del visionado de Aquarius, cuyo eje es la relación entre el cuerpo de la protagonista y el espacio que habita. A través de su mutuo contacto, Clara se vuelve una continuación de la superficie sensible del edificio progresivamente atacado por los agentes inmobiliarios. Así como treinta años antes un cáncer dibujaba en su cuerpo otro paisaje —«el cáncer es una patología del espacio», dice Susan Sontag en La enfermedad y sus metáforas (1978)—, una colonia de termitas comienza a invadir el complejo a toda velocidad durante el último acto del film. Corroen las paredes, vulneran los cimientos, son la pesadilla de Clara hecha cuerpo. Ya no más que ecos y madera podrida, producto de un proceso biológico violentamente impuesto, la mutación de la arquitectura halla en el personaje de Sônia Braga un espejo deseante de la fragilidad y el movimiento.

Referencias bibliográficas
Ahmed, S. (2016). La promesa de la felicidad. Buenos Aires: Caja Negra Editora
Bruno, G. (2002). Atlas of emotion. Journeys through Art, Architecture, and Film. Londres: Verso
Sontag, S. (1978). La enfermedad y sus metáforas. Buenos Aires: DeBolsillo