Cíntia Gil: de 2012 a 2019 estuvo en la dirección de Doclisboa (Portugal), donde fundó el laboratorio de desarollo Arché, y las residencias RAW (con MRG/Work). De 2019 a 2021 dirigió Sheffield DocFest (Reino Unido). En 2022 creó, con Jenny Miller y Christopher Allen, el cineclub híbrido “Artistic Differences” de UnionDocs (NY). Actualmente integra también el equipo de programación de Cannes Directors Fortnight y es Programadora Asociada de Doclisboa. Programó varios ciclos de cine contemporáneo y retrospectivas, así como exposiciones. Es miembro de la dirección de Apordoc – Asociación Portuguesa para el Documental. Participó en jurados en diversos festivales, como Berlinale, Cairo, Mar del Plata, Jerusalem, Torino, Taiwan, FidMarseille, Seville, DokuFest, Ficunam, Guadalajara, entre muchos otros.
¿Cuánto tiempo llevas programando? ¿Cómo llegaste a la programación? ¿En qué festivales haces trabajo de programación?
Más o menos en el año 2003, cuando estudiaba filosofía en Porto, recibimos un fondo de parte del instituto para la realización de actividades de estudiantes. Yo organicé un programa de películas y debates relacionado con algunas cuestiones importantes en mis estudios. Ese fue el momento de mi reaproximación con el cine. Antes, había estudiado cine e intentado trabajar en cine, pero el ambiente me resultaba muy violento, incluso más que cualquier otro trabajo que he tenido anteriormente, entonces decidí volver a estudiar para tener más fuerza y más capacidad de estar en el mundo con los pies bien firmes.

Ese fue el primer momento de mi contacto con la programación. Después empecé a colaborar con el festival Curtas de Vila do Conde, en el comité de selección, y fue una experiencia muy bonita, muy formativa, pero no imaginaba todavía que podría dedicarme a esto.
Más tarde, mientras estaba en casa estudiando para una tesis de doctorado en Filosofía –que nunca terminé de escribir–, me llamaron para invitarme a formar el comité de selección de Doclisboa. Fue en el año 2011. Ahí conocí a un programador y crítico que admiraba muchísimo, Augusto M. Seabra. Aprendí mucho con él, programando a su lado. Sobre todo comprendí que mis inquietudes en la filosofía, aunque no trabajara sobre el cine, eran herramientas de programación. Me enamoré de eso –poner en práctica, en experiencias con los otros, reflexiones sobre el tiempo, lo contemporáneo, y lo que nos permite compartir un mundo. A partir de ahí la filosofía se quedó un poco relegada, sirviendo más como inspiración y como espacio de rigor para el pensamiento, como disciplina. Pero la programación se volvió el centro de mis preocupaciones.
Hoy hago programación y de distintas maneras, en la Quincena de Cannes (Quinzaine des Cinéastes) y en Doclisboa. Hago también colaboraciones puntuales con otros festivales –programé hace poco para Oberhausen, antes para Majordocs, por citar algunos. Creé también, con Christopher Allen y Jenny Miller de UnionDocs, un cineclub itinerante e híbrido llamado Artistic Differences, que me gusta muchísimo y me permite una gran libertad para experimentar cosas.

¿Cómo definirías el acto de programar películas? ¿Cuáles son las principales características que definirían la figura de la programadora?
Yo creo que cada una tiene su relación singular con la programación, y eso está bien. Tengo muchas dudas sobre la profesionalización exagerada del programador, con carreras universitarias enteras dedicadas a eso, donde al final salen personas que han visto muchas películas, saben mucho de teoría e historia del cine, pero que no tienen otra entrada al mundo que no el cine. Eso me preocupa. No porque crea que no debería existir la profesión, pero creo que es necesaria una relación con la vida y con el mundo que va más allá del cine y que sea compleja, personal, hecha de las pequeñas obsesiones de cada una, de otros paisajes intelectuales. Un programador es un individuo con una historia específica, un mundo interior propio, y eso es bueno. Hoy en día veo muchos cajones teóricos que cierran la programación en una práctica casi administrativa, o a veces simplemente retórica.
Para mí programar películas es intentar construir un encuentro entre el cine, sus formas y ontología propia, su capacidad de crear modos de percepción y sensibilidad, y un tiempo y lugar específicos, el aquí y ahora. Hay algo de tangencial en la programación que me interesa mucho, como si pudiéramos llamar la atención para los contornos de las cosas, para las dinámicas y las materialidades que suelen estar invisibles pero que definen las cosas, determinan la manera como vivimos y estamos acá. Abrir espacios de percepción a través de la materia fílmica permite expandir el pensamiento sensible, ver y sentir más, y eso es lo que más me importa.
Considero también que es un trabajo de equilibrio entre el estudio, la crítica, la intuición del mundo y la comunicación. ¿Cómo crear un espacio experiencial que parte de la experiencia singular de una con el cine, pero que se abre a la experiencia colectiva y se vuelve asunto para los demás? Hay una idea de Bruno Latour que me interesa mucho hoy: el pasaje de la idea de «matters of fact» para la idea de «matters of concern». Es decir, pasar de una relación obsesiva con la verdad y la objetividad, para una cuestión de implicación existencial y material con las cosas. ¿Qué nos importa? Esto es lo contrario de una programación que presenta un cine temático, de «asuntos», un cine retórico que intenta ganar lo que hay que ganar en la política. Para mí la programación es el espacio para complicar lo político, para llenarlo de cuerpo, de emociones y paradojas, para que el cine pueda ser el lugar de la no resolución, de la implicación, de la imaginación soberana.
Una programadora no es, evidentemente, una entidad desencarnada. Es alguien atravesada por la vida, por su circunstancia, por las historias a las que pertenece, por sus muertos –los muertos queridos y los otros. Si hay una dimensión política en el gesto de elegir películas y ponerlas en relación, es esta. Lo que en las ciencias sociales llaman de «posicionalidad», yo prefiero llamar de «atravesamiento»: ¿qué es lo que te atraviesa a ti, que te complica y desestabiliza, y que puede también complicar a los demás? Prefiero esa palabra porque contiene movimiento, y habla de una identidad mutante, fluida, en permanente relación.
Esto suena un poco abstracto, pero no me apetece presentar fórmulas prescriptivas. Para mí, las películas son lugares donde puedo estar por momentos y que pueden ayudarme a vivir mejor con mi tiempo, mis fantasmas, mis obsesiones. Programar es proponer compartir fantasmas, y eso ya es muy valioso. Lo que no es, es arreglar el mundo, hacer justicia, cerrar la vida en retóricas prescriptivas y didácticas. Así que creo que las posibles características de la figura de la programadora son la vulnerabilidad consciente y vivaz, el sentido del rigor (del cine habla el propio cine), y un gran amor y curiosidad por el encuentro con el otro.

Nos gusta mucho la definición que haces en tu texto sobre crítica y programación de un festival de cine, escrito en 2015, como una “red de relaciones entre filmes que, antes que nada, imagina su contemporaneidad” dicha contemporaneidad la describes como una “relación problemática, anacrónica, cuyo fin sea dibujar el fondo de inactualidad de ese mismo presente”, desde entonces ¿ha cambiado tu perspectiva sobre el cine contemporáneo?
No. Tal vez he cambiado un poco mi vocabulario, pero el fondo es el mismo. El cine no sirve para apaciguar, explicar, resolver. Para eso hay otras cosas, a cada uno descubrir la suya. El cine sirve para permitirnos imaginar e intuir el fondo paradójico y maravilloso de nuestro tiempo, y en ese sentido está en el lugar de la ética. No es asunto de la moral. The Connection (1962), de Shirley Clarke, es eso: la presentación del cine en cuanto lugar soberano, inactual, problemático e irresoluble.

En el mismo texto escribes sobre la relación de las ciudades con el festival de cine, dices: “todo festival es una constitución fugaz de una topología alternativa, de una temporalidad propia que, en relación con el mundo real, la coloca en perspectiva” nos parece una observación muy importante para pensar nuestros territorios atravesados también por la precariedad laboral y de infraestructura, en el caso de Argentina, por ejemplo, no tenemos una Cinemateca, ¿cómo pensar las relaciones espaciales pero también físicas (corporales) a la hora de programar?
Esa es otra cuestión –fascinante– sobre la programación. Programar también tiene una dimensión política, de la «polis». Es muy distinto si programas en una Cinemateca o en un cineclub, en el centro de una ciudad o en un barrio periférico. Y es distinto programar una película como Mato Seco em Chamas (2022, Joana Pimenta, Adirley Queirós), por ejemplo, en una sala nobre del centro o en un cine de un barrio. Casi son películas distintas, siendo la misma.
Parece una contradicción con lo que he dicho antes. Yo creo que esa dimensión espacial, de geografía política y humana, trae a la programación una dimensión de lo político que suele estar lejos de nuestras miradas –las relaciones entre fuerzas, la dimensión del poder y la capacidad del cine de complicar y deconstruir esa dimensión y esas relaciones. Programar no es solo poner películas juntas y escribir textos y presentarlas. Es pensar, con el cine, en esa constelación de circunstancias, el aquí y el ahora. Si hay precariedad, pues que la programación sea también precaria, frágil, en riesgo de sobrevivencia. No entiendo cuando veo programadores que viven precariamente y hablan de películas con adjetivos como «fuerte», «lo mejor», «grande», que además ya no quieren decir nada. Esa es la jerga institucional, del business, y que va a morir de vieja. Vivir precariamente significa atentar a los detalles, porque todo es una cuestión de sobrevivencia, un detalle invisible cambia todo, te pone la vida al contrario. Entonces que se programe así.
Esto no significa que no haya que cambiar las condiciones laborales e institucionales para la labor de la programación. Pero eso es militancia. Es importante luchar políticamente por nuestras vidas. Para eso hay sindicatos, asociaciones, movimientos, y hay que alimentarlos, juntarnos y asumir el poder que tenemos, nuestra potencia en cuanto trabajadoras del cine. Además, trabajadoras que viven en redes internacionales y comunican tanto. No entiendo a la gente que trabaja en arte y cultura y no lucha políticamente como puede. Me parece un lujo muy aburrido.