El agua: una vibración del paisaje desbordará el horizonte

Por: Felipe Gómez Pinto

Todo comienza por el horizonte. Una leve línea arbitraria a la altura de los ojos, separando la tierra y el cielo. El film es un estado hipnótico. Una mujer observa su imagen en el espejo sinuoso de la leyenda del tiempo. ¿Qué intenta ver? ¿Qué misterio está invocando? Cuando se inunda con la espuma del recuerdo y se duerme, ¿Con qué sueña? Esta concepción del mundo como materia es desarrollada por Elena López Riera en su primer largometraje, El Agua (2022). En ella se plasman la transformación de las leyendas orales de las riadas de la vega baja del Segura, evidenciando un estudio lírico de lo invisible y donde el futuro tira con tanta fuerza como el pasado. 

La película parece culminar una trayectoria iniciada por la realizadora desde sus primeros cortos. Tanto en Pueblo (2015), Los que desean (2018) como en Las vísceras (2017) se denota una transición lógica. Una reiterada escenificación del universo de Orihuela (Alicante): el retrato de su paisaje, sus costumbres, su gente, pero también la recuperación de las tradiciones locales y la mística que las constituye. A través del vector del rito, y por medio de las potencias de la naturaleza, la cinta encuentra en la terrible domesticación de sus habitantes, de sus mujeres, una suerte de paisaje marchito, indudablemente atávico. Un paisaje en el que la leyenda y el misterio se resemantizan por medio de los testimonios en primera persona para poder resignificar las categorías de lo real. 

Los recursos formales y estilísticos empleados difuminan el armazón del género de la ficción documental en el que parece navegar la película. En algunos momentos de la trama se van incrustando planos, a modo de quiebre ficcional, donde las declaraciones a cámara acercan el punto de vista del espectador al costumbrismo de lo doméstico, al interior de cada casa, y con ello, al interior de cada matriarca. De este modo se va dibujando una minuciosa recuperación y reivindicación de la voz de las mujeres, de sus historias. Tal y como explica la propia López Riera, la génesis de la obra tiene inicio en el relato narrado por su abuela en el que, durante el periodo de inundaciones, la riada se lleva siempre consigo a una novia de la que se enamora. Este afluente de cultura popular construye un vínculo contemporáneo en el que la tradición se vehicula con el miedo y la opresión actual. Las imágenes de archivo registran trozos de un mundo que va desapareciendo desde la ficción. La cámara atraviesa a todas las generaciones de mujeres que se han visto sostenidas en la desesperanza del futuro, marcadas siempre por un territorio agreste y hostil, por un paisaje que se asoma catastrófico y abrumador.

La crisis climática se aborda desde lo mitológico: mujeres malditas arrastradas por el agua. El agua como maldición y como necesidad que termina por reclamar al hombre destructor lo que es suyo. Una condición intrínseca que conecta con la desterritorialización de algunos imaginarios similares que convergen en Alcarràs (2022) de Carla Simón, Costa Brava, Líbano (2021) de Mounia Akl, Noche de fuego (2021) de Tatiana Huezo o La hija de todas las rabias (2022) de Laura Baumeister.  Inercias y corrientes que arrastran los proyectos y la propia vida, como una riada, dejando ver que el lado oscuro patriarcal se funde con una voluntad aislacionista y con las dificultades de resistir los envites de un capitalismo exacerbado. Pero al mismo tiempo, en cada mirada de estas realizadoras, se cierne una exploración férrea sobre el deseo en relación con el paisaje, con el territorio, con el cuerpo. El agua metida en los ojos de una hechizada Ana (Luna Pamies) remite no solo al desbordamiento de su deseo de evasión y búsqueda, sino también a un tipo de lenguaje que tiene espesor en sus caminos faciales, en sus líneas emocionales como grieta de sucesos, convirtiendo el lenguaje y la literatura oral de las mujeres silenciadas en espacio de observación y transmisión.

De la incrustación a la superposición, del detalle concreto a la conflagración cósmica, al sonido de los cantos brillantemente entrelazados El horizonte no puede contener los paisajes que vibran en él, y así, parecen avanzar en los planos finales de la película, incendiado con la luz que vibra en la sentencia esgrimida por Ana: «Yo soy mi madre, soy mi abuela… Pero ahora yo cuento mi historia». En este inevitable vacío de las cosas, en su falta de relación con las expectativas y con la esperanza con las que se definen, se observa un vacío que no es pasivo. El agua susurra, reclama que la piedra siga siendo piedra, que el mito siga siendo mito, que lo vertical, lo instantáneo, siga incidiendo sin violencia sobre lo horizontal. Lo permanente, entonces, resistirá con la paciencia propia de lo ajeno, de lo que ya no importa, explicando de nuevo las primeras lecciones para no olvidar que el agua es la piedra más dura.


Felipe Gómez Pinto (España) es crítico de cine y colaborador en Revista Mutaciones. Teórico de la literatura y comparatista. Que cada ojo negocie por sí mismo. 

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