Brotan relieves como esto 

Sobre las Siluetas de Ana Mendieta

Por: Javiera Cisterna

Ciertos cuerpos se encuentran al abismo de la acción. Estos cuerpos encarnan la inmovilidad ante los esquemas de inmediatez que nos alteran entre todo tipo de redes. Buscan refugio en un primitivo tiempo en el que no conocimos los conjuros tecnócratas del aquí y ahora. Son presencias que no solicitan, éstas se esconden entre las ruinas de un tiempo mayor. En sus pequeños territorios, y frente a todo rito anterior, ahí es donde se confunden.

Esquejes y rocas cobijan una continuidad de gestos: de respiración, de reacomodación, de agua que día cualquiera concreta su escape vaporoso. A momentos, lo ajeno fija la atención, un cuerpo humano tendido bajo lo que le rodea, uno que en su escondite remece incluso a su propia forma, de modo que las manos dejan de ser manos.

A. M.: “…Hasta el espectro, desde el espectro…”.

En el recuerdo de un silencio total, nuestros ojos se volvieron manos abiertas. Ese recuerdo trae consigo la figura que Ana Mendieta creó de sí para cada una de sus obras. En aquel cruce entre su retrato performativo y los silencios de un encuadre cinematográfico, los vestigios del cuerpo escrito en materias ingénitas evocan al vínculo inmediato a las figuras de una época de piedra. En las cavidades de un órgano-cueva habitan en permanencia las señales del símbolo y la carne. Es así como tacto y vista dimensionan el inicio de una expresión extendida de sí. Y luego, la aparición de la venus paleolítica. Poco antes de esa ocasión, leí un artículo que mencionaba a las habitantes de las cavernas como gestoras de sus propios retratos en era prehistórica. La mirada reconoció el contorno en vista vertical hacia su territorio más próximo, tronco, senos y vientre, extremidades, la propia caverna.

X: “Todo su afán grabó en una estela de piedra“.

En toda ocasión, Ana Mendieta trae a nuestro presente capturado la inscripción latente que escondida perduró entre las ruinas de lo “no-vivo”, lo inorgánico recubrió estos talles frente a la explosión de la Historia. Sus Siluetas ocurren ahora, en la edad de la imagen-tiempo. Son testimonios de un yo reproducible en el escenario mismo de su facturación.

Ocurre el descubrimiento de la imagen femenina: la suya propia, universal. La Silueta del Laberinto. Un trayecto filmado en 1973 encuentra a la mujer de brazos abiertos al centro. Al centro, el único cuerpo que el sol escribió permanente en la tierra menciona en secreto un encierro. Este encierro es descubierto por la cámara. La cámara que ella misma opera le hace resistente en su propia marginación. Esquivada por sus contemporáneos masculinos, la búsqueda de un escape no sólo apunta hacia la mirada excluyente. Desde su cuerpo, femenino y foráneo –consciente de su condición latinoamericana–, apunta también a una institucionalidad que no le considera dentro del espectro material de lo artístico. Ana Mendieta inscribió su cuerpo desde la impermanencia, y el cine fue correspondiente en tanto mantuvo el recado de su fugacidad.

A. M.: “Estoy abrumada por el sentimiento de haber sido arrojada del vientre (la naturaleza) […] La imagen posterior de estar encerrada en el útero; es una manifestación de mi sed de ser”.

Sus películas siempre resguardan. Lo infinito de su obra registra aquel contorno mutable imaginado desde lo prehistórico, muy anterior a todo espejo-pantalla. Las manos, las piernas son agua en filtración; su corazón es roca blanda recubierta en hueso. Su cuerpo es siempre un espacio en transición que choca frente a la fragilidad de un paisaje que ahora ella compone, como si una rama caída al vacío fuese. Entre fragmentos, la detención de sí misma ocurre en eco hacia lo espiritual. En un arroyo –Creek, de 1974, se escribe en tanto desmantela la dominación del objeto en el arte. Con calcio, su silueta se dibuja –Sin título, de 1978– sobre la tablilla que la hace planicie en el barro. Manifiesta el testimonio permanente de toda violencia en clave ancestral a ella, y su sangre fluye por el contorno de brazos abiertos y gastados –Sin título, de 1976–. Se quema –Alma, Silueta en Fuego, de 1975– y explota en tanto es pólvora y seña de su paso en el mundo.

En esta aprensión hacia su propia figura, las flores/ahora ella, no mueren. Pareciera que, aunque muta, hay fuerte límite hacia lo cerrado, dadas también las posibilidades del registro de su obra y la opacidad de su propio carácter cinemático, disuelto siempre en lo uno y en el Todo. Sus siluetas le cierran en tanto corresponden a un texto hallado, escrito un día en fuego y al próximo en flor. En lo posible, todos los elementos legibles, son huellas de su aparición hacia la puntuación de su propio ciclo vital.

X: “Desde que a una no le es posible comprender visualmente su propio cuerpo como un todo, cualquier imagen propia como entidad independiente y tridimensional es la integración mental de diversos puntos de vista en directa exploración”.

Observamos, somos testigos del acto que la llevó a escribirse en aquel lugar y no en otro. Conocemos su historia: Ana Mendieta inventó su historia y soporte en un trayecto por fuera de sí, hacia el secreto próximo que cada quien guarda en potencia en cuanto se es capaz de destruir el dominio del propio cuerpo leído como signo y valor.

X: Debemos probar técnicas heredadas/la memoria prende en cada detalle/sin cariño sin atención en lo que fija/si desarman la secuencia/brotan relieves como esto/y lo otro se sorprende con su imagen/familiar en una escena (…) con silencio entre cavernas bajo el hielo/había dibujos trozos de cerámica huesos/el conjunto significa también otra cosa

Destruir, desde el frente que convoca a todo placer expresivo. E invocarnos.

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