Este es el escrito que he estado evitando durante los últimos meses, o años. Aquí expongo una herida que escondí por más de una década. Contaré que cuando era estudiante universitaria me hice una herida de placer y vergüenza, y por lo mismo, no supe que sería tan dolorosa. No me la hice sola, claro está, había otra persona que transgredió los límites de mi cuerpo mientras yo dormía, y ese acto transformó mi piel en una lesión secreta, año tras año, en un montículo de emociones y sensaciones a las que fui fiel en silencio y soledad. En esa época no entendía bien por qué seguía volviendo a mi presente ese acontecimiento que quería olvidar a toda costa, pero después de convertirme en mamá, una noche de primavera, me levanté de la cama y escribí sobre lo sucedido como si hubiera sido un sueño. Al día siguiente, comenzaron las explosiones de tristeza y rabia. De a poco, estaba lista para recordar.
Muchos años antes, vi la escena de una película que traía cierta información que me acercó a la sexualidad masculina entendida como un derecho a la agresión. Fue cuando vi, entre los ocho y diez años, El último tango en París (Bernardo Bertoluci, 1972), historia que conté en el dossier anterior de esta revista. Es brutal que a veces, el dolor y el placer están más unidos de lo que se puede predecir, pero nada es definitivo. El cuerpo conoce mecanismos para empujar sentimientos negativos hacia la superficie de la piel, y transformarlos en palabras, sonidos, pasos de baile, autobiografías, películas, obras de teatro, danza, etc.
Volví a ver el documental Pina (Win Wenders, 2011), en el que aparecen los testimonios acerca del proceso creativo de la coreógrafa Pina Bausch, quien encarga a lxs bailarines la nada fácil tarea de que reconozcan sus emociones y las empujen hacia fuera convertidas en un movimiento corporal, en una danza. De este modo participativo, las obras de la compañía Tanztheater Wuppertal llegaron a ser estrenadas y celebradas como cumbres de la cultura contemporánea. Estas declaraciones abarcan varios fragmentos en el filme, entre sus elementos están las voces que se oyen sobre la imagen de sus interlocutores, los cuales están siendo retratados sin decir nada frente a la cámara. En la película, las imágenes de danza dan forma a las emociones tristes y alegres que lxs bailarines compartieron con su maestra. Al inicio, se escucha a Bausch decir que si bien hacía uso de la palabra en los ensayos, esta no era lo importante: «hay situaciones que te dejan sin habla, completamente muda». Desde su perspectiva, la insinuación y la evocación es lo que deja entrar a la danza en escena.

Wenders, por su parte, compensa la ausencia de palabras con el sonido de los testimonios, en el que se relatan breves historias de cómo y a partir de cuáles sensaciones fueron creados algunos pasos de baile. Estas declaraciones son ligeras en el sentido de que no hablan del desgarro de sacar a la superficie, sin embargo, son los rostros los que contienen el brillo y la fuerza de un trabajo emocional con la memoria y el cuerpo.
Meses atrás, comencé un taller de video para investigar la memoria autobiográfica. Acompañada de un grupo de encantadoras mujeres, hemos podido corroborar la difícil tarea de encontrar las palabras para describir el dolor, ya que ninguna parece adecuada cuando se vive el sentimiento. Sin embargo, la obstinación de la memoria se opone a la pasividad; la memoria existe en cuerpos aplicados a la acción, en contacto con ella nos hacemos conscientes del propio cuerpo y de esos otros que nos tocan, acarician, presionan, dañan, ya sean objetos psíquicos o materiales. Sara Ahmed (2015) dice que los cuerpos adoloridos sobreviven gracias al deslizamiento de la memoria, que el recuerdo de un dolor afecta al dolor mismo, y de este modo se puede lograr el movimiento hacia fuera. Empujar eso que puede sentirse como una bala en el pecho (Pienso en tu mirá, Rosalía, 2018), de a poco, puede encaminarse a que el dolor se transforme en una advertencia, en algo conocido.
No es fácil llegar a un punto de conformidad con un daño que parece tan íntimo, mientras afuera están sucediendo un montón de cambios sociales. Han pasado cinco años desde que la lesión salió a la superficie, y todavía hay momentos en que la niego, como si ya no fuera algo mío, dejo de nombrarla. Por este motivo, escribo este texto el mismo día de su fecha de entrega, el atraso se debe a que una parte de mí lo estaba evitando, como si pudiera hacer que el fantasma desapareciera. Esa parte de mí, quería hacer un ensayo acerca de películas que hablan de otros cuerpos, que mientras abrazan su dolor logran que este se aleje, y en ese deslizamiento la memoria y el lenguaje de los materiales son una misma cosa: el reconocimiento político de un dolor, como por ejemplo sucede en el cuerpo de Visión Nocturna (Carolina Moscoso, 2019), una película que protege a tantas otras historias de abusos sexuales que no son posibles de escuchar de manera justa.

Hace cinco años confronté mi historia con sus actores secundarios, desde ahí hasta hoy, he estado recuperando lo propio, mi individualidad. Ahora me doy el tiempo de decir por escrito, en un medio público, que no olvido mi pasado, porque mi cuerpo me lo recuerda constantemente, y esta es la manera que tengo para librarme del dominio que ese recuerdo pueda tener sobre mí.
Bibliografía
Ahmed, S. (2015). La política cultural de las emociones. México: Editorial de la Universidad Nacional Autónoma de México, Programa Universitario de Estudios de Género.