Por: Francina Carbonell

Cuando empezamos a hacer la película El cielo está rojo tenía mucho miedo, andaba con una manta pesada que se confundía con el peso normal del mundo. Tenía miedo porque no sabía hacer una película pero sobre todo porque estaba tocando de cerca muchas muertes, muertes que no me pertenecían.
Siempre había escuchado que las películas se hacían jugando, que hacer películas era como volver a cuando éramos chicos y nos arrojábamos al juego sin preguntarnos por sus reglas, ni si iba a funcionar, ni si estaba a la altura de nada. Suspendíamos el tiempo y jugábamos.
Pero yo no podía jugar, la muerte era muy concreta, lo que había pasado era demasiado pesado para hacerlo funcionar. Entre ese dolor hondo no había nada parecido a un ánimo lúdico. Sí, teníamos los archivos en la mano, pero parecían hechos de una piedra maciza y oscura que no dejaba tallarse.
Al final de ese año, me junté con César el hermano de Jorge, uno de los chicos que murió en el incendio de la cárcel de San Miguel, y le dije angustiada que me era imposible hacer esa película que le había comentado, que quizás no había dimensionado el peso de hablar sobre tantas muertes. Creo que un poco enojado, me contestó que él hablaba de la muerte de los 81 para sentir la vida de su hermano, no su muerte.
En ese momento no entendí esas palabras y creo que todavía no las entiendo del todo; a veces pasa que lo simple es lo más difícil de comprender.
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Estoy viendo el festejo del mundial en Argentina. Las calles están llenas de gente, un pueblo contento y energizado, los cuerpos saltan de euforia y sin embargo no se habla más que de ausencias: Diego que alentó desde el cielo, los jugadores que se lo dedican a sus abuelos que ya no están, un hombre que se acuerda del día que vivió lo mismo en el ’86, una periodista que dice que no se veía a tanta gente reunida desde la vuelta a la democracia.
Pienso si cuando nos sentimos más vivos es cuando en realidad estamos más rodeados de nuestros fantasmas.
En Chile, la vuelta a la democracia se vivió bajo la consigna de dejar de hablar del pasado para poder avanzar hacia adelante. En el 2019 tuvimos un estallido social, y fue como si después de tanto escuchar que íbamos hacia adelante, nos volviésemos a sentir presentes después de muchos años, ahí en la plaza, cuerpo con cuerpo, una multitud en el intenso ahora. Con el paso del tiempo creo que lo que vivimos no fue una revolución: en el mejor de los casos, cientos de fantasmas, todos mezclados, que exigían presencia; eran tantos que con ellos parecíamos una bestia acéfala. Entre los cientos de carteles estaban las caras de los 81 chicos que murieron en el incendio de la cárcel de San Miguel, entre nosotros estaban reclamando su lugar en el presente.
Quizás es eso lo que intentó decirme esa vez César. Que el asunto no se trataba solo de la muerte, sino que por sobre todo se trataba de sus vidas.

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Pensamos que ahí donde todo se presentaba estático (los números, las estadísticas, las evidencias) el cine podía movilizar para crear una relación con los muertos, una relación íntima y vibrante. En las escuelas de cine siempre hablan de representar, de cómo representar esta realidad o cómo representar a nuestro personaje, pero a mí me gusta más pensar que entramos en contacto con algo (aunque solo lo rocemos), que no se trata de cómo los miramos sino de cómo lo podemos llegar a sentir: unos ojos que tienen cierto brillo, una caminata especial, un titubeo, una luz que nos encandece.
Yo tenía estos archivos judiciales: reconstituciones hechas por la policía de investigaciones, audios del juicio oral, videos de celular, cámaras de seguridad. Y como tenía eso, y nada más que eso, me apegué a ellos. Si el periodista se compromete con la verdad de los hechos, propongo que nosotros lo hagamos con la verdad de nuestros materiales.
Cuando el pasado irrumpió, asegurándonos de que el tiempo es muy caótico como para estar en línea recta, de pronto esas imágenes silenciosas y archivadas pedían estar viviendo acá en el presente. Esos archivos además de ser documentos operativos podían adquirir cuerpo, poblarse de sonidos y texturas: los pasos de un gendarme caminando lentamente por el pasillo, los pajaritos cantando en el barrio, el fuego derritiendo el plástico. El dolor toma relieves.
Pero estar al lado de ese dolor, exigía estar cerca de esa máquina de muerte, desentrañar los mecanismos violentos que se esconden en cada imagen, nombrar esa violencia, apuntarla con nuestros cuchillos. Para desarmar hay que atreverse a saber. Entonces, la fragilidad de nuestro sistema carcelario, la negligencia de las instituciones y la indolencia de nuestro sistema penal hacia la pobreza se volvieron problemas presentes y vívidos.
Sentir que esos archivos están vivos para acusar que lo que arrasaron esa noche fue la vida.
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No sé si Cesar me quiso decir eso, pero yo terminé por aprender que quizás jugar es atreverse a soportar el presente (que casi siempre es incómodo y esquivo). Soportar el presente para moldear los materiales, que ese menjunje de tierra y agua pueda ser una torta de cumpleaños o que esa silla pueda convertirse en un refugio. Tendremos que estar tan cerca de la silla que en su asiento podamos ver un techo, y en las patas destartaladas unos pilares fuertes. Quizás jugar tiene que ver menos con la imaginación, que con estar muy apegados a nuestros materiales, tan apegados que podamos transformarlos. Arrebatarle las imágenes a quienes las habían operado, y transformarlas en otras, ligadas a su nacimiento cruento y, sin embargo, libres para poder decir algo más.
Cuando trabajamos con archivos, no trabajamos con un repositorio de memoria, sino con aquello que nunca agota todo lo que tiene por decir. Quizás en el futuro, esas imágenes nos hablen de otras cosas que hoy no podemos escuchar, y no es el recuerdo de ellos lo que seguirá hablando sino ellos mismos. Los pasos se han ido, los besos, los perdones, las llamadas. Lo que continúa entre nosotros son los labios, los ojos, el corazón. Las negaciones y las afirmaciones se han dispersado. Lo que continúa son ellos.

Bibliografía
Vallejo, C. (2003). “No vive ya nadie en la casa”. En Obra poética completa. Lima: Francisco Moncloa Editores