Principiosvelados.docx —notas para algo que aún no era una película, ni se llamaba «Río turbio»—

Por: Tatiana Mazú González

Cada vez pienso más en el desarrollo de un proyecto como una suerte de excavación arqueológica y fragmentaria, donde lo programático y la espontaneidad colisionan. Voy encontrando cosas, en la calle, en mi memoria, en un disco rígido, más o menos inesperadamente y empiezo a querer vincularlas, generar cadenas asociativas poético-políticas. Río turbio se fue volviendo una película, claramente, sobre el silencio ese casillero en que nos amontonaron a todas cuando nos etiquetaron «mujeres» al nacer—. Y, particularmente, sobre el silencio de las mujeres en los pueblos mineros de la Patagonia. Sobre el silencio de las mujeres que habitan pueblos de hombres y  sobre las posibilidades de romperlo. O, al menos, sobre la seguridad de no dejar de intentar hacerlo saltar por los aires. 

Pero no siempre fue una película y no siempre pude hablar sobre ella con precisión. Dos o tres años antes fue una forma de pasar el tiempo libre, algo que hacía colgada, sentada en mi cuarto, mientras tomaba café y merendaba sobras de almuerzo. Fue una caja forrada con empapelado donde cabían libros de geología, álbumes familiares, rollos de Super 8mm y rocas. Fue el acompañar una manifestación minera en Buenos Aires quemando carbón en Callao y Rivadavia. Unos cuantos posteos de Facebook. Un grupo de Whatsapp conmigo misma que todavía uso: Río turbio mente. Fue un montón de cosas que hacía en un momento en el que no sabía que estaba haciendo una película. Cosas que hacía simplemente por placer, por diversión, por desempleo, por amor, bronca y dolor. 

Fue también un archivo de Word, al que había titulado «Principiosvelados.docx», sólo porque eran las primeras dos palabras del documento y el programa me lo sugería. A lo largo de dos años, fui arrojando allí imágenes, sonidos, palabras, incluso gestos. Quizás sea uno de los pocos diarios que he escrito en mi breve vida. Y no tiene una sola fecha. Ojalá el cine pudiera contra-inventarse siempre en ese estado de incertidumbre y deseo.

En algún momento, acepté finalmente que hacía tiempo estaba trabajando en una película. Edité un poco esas notas y se las compartí a mis amigxs, mis compañerxs de Antes Muerto Cine, mis xadres, mi hermana, mi tía. Unos meses después, pudimos viajar a Río Turbio.

1

Encuentro esa lata de 16mm que alguna vez filmó mi papá en un pueblo de la Patagonia cubierto de cenizas después de la erupción de un volcán. El material es a la vez super bello y super triste. Tipeo rápidamente mientras lo veo, casi sin pensar, priorizando lo que siento. 

(…) Principios velados. 

Rosa y naranja atardecer. 

Fútbol de mesa. 

Unos tipos jugando al metegol. Toman vino y cerveza. Fuman y juegan cartas, contando los puntos con porotos. Varios tienen boina, bigotes. Caras cansadas. 

Sólo sé que viven en el campo. Quizás se lesionó la muñeca trabajando en la mina. Si es que trabaja en una mina y no es peón de estancia. 

Tampoco sé jugar a las cartas. 

Sólo a la escoba del quince. Me enseñó mi abuelo cuando era chiquita y estaba aprendiendo a contar. 

Luego hay una entrevista. El camarógrafo no se decide sobre si dejar o sacar del cuadro la bandera argentina que flamea a la izquierda. Evidentemente, tampoco lo deja hablar mucho. Unos paneos recorren la ciudad gris. Una tienda. Quizás un almacén. Quizás un lugar de repuestos para autos, porque lo imagino aceitoso y con olor a ferretería. Varones hablando en la puerta. En grupo. Seguimos una camioneta blanca, espiamos dos camionetas rojas. Y unos perros. Pero la calle está mayormente vacía. 

Dos tipos allá. Otro mucho más allá. Más casas grises. Pisos grises. Un ómnibus. ¿Llegaran las mujeres ahí dentro? 

Otra vez el auto rojo. 

¿Por qué se obsesiona tanto el camarógrafo con esos autos? 

El grupo de varones que conversaba en la puerta del negocio ya no está. Hay relámpagos de cine en el cielo.

Ahora aparece la mujer, finalmente. Y es una virgen. 

Otro varón sintoniza una radio, que es también roja. La capucha con la que se abriga es un poco absurda. 

No entiendo si graba el sonido que proviene de un pozo. O vuelca sonidos en él. Cuando entramos en el ómnibus descubrimos que no, no hay mujeres en su interior. Y sigue siendo todo gris. 

Hay un desierto de roca y ceniza que las veladuras tiñen de rojo, amarillo, lila y celeste. Las cenizas cubren un amontonamiento de damajuanas. Pienso en el vidrio en su interior. En cierta fragilidad recubierta. 

Todo acá es áspero. Ceniza y gris. 

Sé que es ceniza porque me lo contaron. Se levanta del suelo como una niebla horrenda por culpa del viento. Hay una personita a lo lejos. 

La cueva de una bruja. 

O unos árboles petrificados. 

Las veladuras son hermosas. De ellas surgen niños jugando y corriendo entre la ceniza. Y finalmente reaparece la camioneta blanca. 

Pero a nadie le importa. 

Los niños también trabajan (…)

Me resuena el desierto industrial. El (falso) desierto minero y petrolero de la Patagonia, la ficción como genocidio. Me pregunto cómo me sentiría yo ahí filmando eso, sola, chiquita y mujer, en esos espacios edificados en torno a la extracción de mineral de la tierra, tarea reservada con exclusividad por el Capital a los hombres. Tarea dolorosa, hostil, asfixiante. Tarea que en otro mundo posible, pienso, ningunx humanx debería llevar a cabo. Si el lugar de los varones en los enclaves mineros es de una explotación tan extrema que les va corroyendo la piel, que el aire que respiran los desgasta por dentro como una lija, ¿cuál es el lugar de las mujeres allí?

Se me aparece una imagen recurrente: el plano general de un páramo de coirones ásperos, una chica en el medio, difusa entre una nube interminable de partículas de polvo, de carbón, de ceniza flotando en el viento frío. Todo es rosa viejo y gris. Al fondo, máquinas: una planta procesadora de carbón, por ejemplo, el mineral avanzando ruidoso y molido por largas cintas transportadoras. Metal. Ruido. Metal. Polvo. Su pelo haciendo remolinos en el medio. El escenario de esa imagen mental se parece bastante a lo que filmó mi papá, un registro que involuntariamente hoy subraya esa nada: por momentos se vuelve totalmente abstracto, inasible, lejano, entre las constantes veladuras del fílmico y los glitches del VHS donde se conservó transferido. La cinta donde habrán registrado el sonido, evidentemente, está perdida. 

2. 

Encuentro otra imagen. 

Es una foto de mi abuela paterna, pero podría ser cualquier otra mujer. Me resuena cuando la veo porque está en el páramo gris que antes simplemente imaginaba. No se ven las máquinas pero podemos intuirlas entre tanta nada. Sentada sobre una piedra apunta fuera de campo con una escopeta. La verdad que no sé si es una escopeta, un rifle, una carabina. Yo no sé de armas y ella tampoco. Podría ser cualquier mujer, digo, cualquiera que haya vivido parte de su vida desde mitad del siglo XX en un pueblo minero de la Patagonia. En su caso, Río Turbio, la cuenca carbonífera a la que se fugó con mi abuelo a finales de los 50, escapando del tipo violento con quien vivía en Santa Fe. Escapando de un hombre a un pueblo de hombres, con un hombre. 

¿A qué puede querer dispararle una mujer en medio de esa nada?

Decido escanear la foto pero se desvanece: el aparato se niega a reproducirla fielmente. Pruebo con otras fotografías, pero con ninguna más sucede. Sin embargo esta se vuelve, una y otra vez, un pequeño mar de píxeles.

Encuentro puras imágenes que se autodestruyen. 

3. 

Mi tía, después de haber estudiado historia en Buenos Aires, se volvió al pueblo, nunca entendí por qué, me pongo a leer fragmentos de un artículo que escribió hace poco: «(…) Nacida y criada en un pueblo de hombres (…)» comienza diciendo en uno de los párrafos. Aparecen dos palabras que me interesan: EXPLORACIÓN y EXPLOTACIÓN. Aparece el Estado levantando artificialmente un pueblo en torno a un recurso natural disponible y una oleada migratoria de varones de distintos puntos del país trasladándose a trabajar en su extracción. Mi tía habla de tres categorías identitarias, coloquiales, de uso común en la cotidianeidad del pueblo, que son el resultado de este movimiento. Para mí son códigos secretos, jeroglíficos contemporáneos, extrañas etiquetas: NYC VYQ TAF. 

«(…) Hablar de VYQ, es hablar de los Venidos y Quedados, los que llegaron a trabajar y no se fueron al poco tiempo. Padres de NYC, Nacidos y Criados, que se establecieron definitivamente y reforzaron su sentido de pertenencia ante la movilidad poblacional constante (…) Y la última expresión no es casual que remita a las mujeres, las TAF, traídas a la fuerza, esposas que llegaban en virtud del traslado de grupo familiar por pases de sus maridos (…)»

¿Qué lugar ocupan las mujeres? La respuesta comienza a aparecer, de a fragmentos, en ese texto.

«(…) Hay tres principios básicos: la tierra es mujer y está viva, la minería es una actividad de hombres siempre y hay mitos y ritos que definen roles en una jerarquía de géneros en toda sociedad minera (…) el rol de la mujer asociado a la función reproductora y protectora por excelencia, es a la vez lo que la margina de la «producción» (…) somos excluidas de la posibilidad de trabajar en la Mina y esto se acepta colectivamente, aun cuando no existe ninguna norma escrita que lo establezca (…). Esta exclusión estructural se acompaña de una preeminencia dada a “la mujer” en términos abstractos, en todo lo que hace a la actividad minera: la mina es mujer, el patronazgo de la actividad lo ejerce una santa, las máquinas que se usan en interior de Mina tienen nombres de mujer (…). Dice Mircea Elíade que «No tardamos en encontrarnos con la idea de que los minerales crecen en el vientre de la Tierra, ni más ni menos que si fueran embriones. La metalurgia adquiere de este modo, un carácter obstétrico. El minero y el metalúrgico intervienen en el proceso de la embriología subterránea, precipitan el ritmo de crecimiento de los minerales, colaboran en la obra de la Naturaleza, la ayudan a ‘parir más pronto’». Y esto forma parte de una de las constantes que es posible reconocer a través del tiempo y en todos los contextos culturales, la sexualización del mundo mineral (…). Subyace en estas visiones una idea, que no se dice pero se siente. Si la Tierra es mujer, ¿cómo va a entrar a ella otra mujer? ¿Puede una hembra penetrar a su par? Y más aún, si la Tierra adopta al varón, lo hace propio, lo hace hijo y hombre, el celo provocará el enojo (…)».

4.

Pienso en qué me vincula con ese territorio que intento comprender desde una cierta geología emocional, desde una meteorología de las sensaciones. Por qué tanta insistencia. La respuesta aparece en otro VHS, igualmente glitcheado, incluso con fragmentos de programas de televisión y publicidades grabados encima despreocupadamente. Son unas vacaciones en Río Turbio. Tengo seis años y mi hermana está aprendiendo a caminar. Con un casco aparezco recorriendo un improvisado museo en boca de mina: un guía nos explica cómo se trabaja dentro de mina, nos muestra máquinas y modelos a escala de esos lugares a los que no podemos acceder. Mi papá intenta que entienda qué es ese lugar en el que nació. En la escena siguiente, en medio de una excursión a una cueva prehistórica, aparece un chico, con una campera negra, corriendo entre las rocas. Me dobla en edad y es el hijo mayor de uno de los amigos que mi papá conserva en el pueblo. Le doy pausa al VLC y no quiero seguir viendo. No puedo. Uno o dos años después, va a abusar sexualmente de mí. Y más de una década más tarde, va a pegarse un tiro. 

Creo que tengo que escribirle una carta a mi tía. 

5. 

Unos días después, encuentro un manual de geología del subsuelo tirado en la calle. Los dibujos sugieren un universo de estratos y perforadoras que no llego a entender. Como siempre, me obnubila la ilustración científica, su límite entre la abstracción poética y la técnica, su registro sintético de lo extremadamente complejo y específico, la insistencia en describirlo y comprenderlo todo, incluso lo que quizás no podamos del todo comprender. ¿Qué relaciones podemos establecer cinematográficamente entre minería, memoria, sexo y secretos? Las imágenes sinuosas del libro de geología habitan el mismo espacio que los grabados color pastel de un libro viejo de anatomía, quizás sexual, quizás neurológica o, mejor, abstractamente celular. Uno que me encontré también en la calle, yendo al colegio secundario. 

6. 

Hablo con geólogos. Empiezo a coleccionar fragmentos de mapas geológicos de la Cuenca Austral, fragmentarios e indescifrables. 

7.

Encuentro puras imágenes mudas, así que intento pensar en cómo hacerlas sonar. Aparece entonces el viento, casi como una obviedad del ambiente de la Patagonia. El viento es una fuerza en sí misma, pero no suena. Lo que suena es lo que vibra por su potencia, el pasto, las fisuras entre las rocas, los alambres que delimitan un terreno. El viento patagónico, fuerte, insoportable. Energía imposible de ser registrada en sí, tanto sonora como visualmente; los tehuelches lo llamaban kósten, pero hoy es el único viento local que no tiene nombre en castellano: tampoco podemos terminar de nombrarlo. Pienso en el silencio como material cinematográfico, en la diferencia entre el silencio y el ruido blanco. 

Dice Peter Ablinger que «(…) el Ruido es la máxima densidad, la máxima información. Pero también es lo opuesto: la no información, la máxima redundancia. Para mí es menos que nada, menos que el silencio (…). Cage nos enseñó la cantidad de cosas que dejamos de escuchar cuando escuchamos el silencio, que el silencio no existe del todo. Sin embargo, estar expuesto al llano ruido blanco es diferente. La razón por la cual escuchamos «menos que nada» es que no nos podemos conectar a él sólo por medio de la escucha. Simplemente es demasiado. No podemos hacer nada con él. Lo único que se puede hacer es producir ilusiones, es decir, escuchar algo «en» el ruido que no está allí, algo que puede ser percibido sólo individualmente – proyectar nuestra propia imaginación sobre esa «pantalla» blanca. De esta manera, el Ruido funciona como un espejo, reflejando sólo lo que proyectamos en él (…)». 

Pienso en el viento ensordeciendo el micrófono cada vez que lo intentamos registrar: un silencio que se transforma en ruido, igual que nuestra voz cuando contamos un secreto muy cerca del micrófono precario de un grabadorcito ¡cómo me gustan ambos sonidos, el viento ensordeciendo las cápsulas de los micrófonos y la precariedad de un grabadorcito Sony a cassette!—. Me pregunto si es el viento quien tiene que contar estas historias… Me dan ganas de grabar los silbidos fantasmales que produce el viento al filtrarse por las hendijas de las ventanas de algunas casas. Poder domesticar esas sonoridades lúgubres. 

Hablo entonces con meteorólogos, empiezo a archivar mapas como partituras del silencio.

8.

La luz de tubo se enciende. Una serie de maquetas polvorientas descansa en la sala de un precario museo. Representan a pequeña escala túneles y galerías excavadas a través de un manto de carbón. Carbón de papel maché, esmaltado en negro. Un negro de madera balsa y pegamento. 

El negro intenso del carbón en bruto. El negro intenso del carbón triturado. Un negro de VHS sin registro de imagen. Negro glitcheado. El negro de tu pelo. El negro de tu campera. El negro de tus zapatos de trabajo. 

Si una mujer entra a mina, la tierra tiembla, cuenta la leyenda de la Viuda Negra. Si una mujer entra a mina, hay derrumbe y muerte. ¿Cómo filmar la mina sin poder acceder a ella? La planta procesadora de carbón desde atrás de las rejas. Una cosa de lata destartalada y un manojo de pilares oxidados. Cintas transportadoras cargando el mineral. El mineral crujiendo. Todo a través de las rejas. La boca de mina desde atrás de las rejas. Los trabajadores entrando o saliendo de trabajar, tiznados. Pero todxs encerradxs: ellos adentro, nosotras afuera. 

Unas manos limpias atraviesan la reja. Apoyan con esfuerzo y timidez un pequeño grabador de sonido y una cámara de fotos automática sobre la tierra. El viento los golpea suavemente y hay en esa (anti) naturaleza muerta una idea de fragilidad y ternura. Unos días después, unas manos manchadas de carbón, encuentran complicemente el par de aparatos. Toman el frío plástico como si fuera un tesoro o un pan. 

Fotos blanco y negro con flash en el trabajo. Foco involuntario en el polvo que vuela. Voces graves resonando entre túneles. Ruido a máquina, roca y metal. 

Se escucha: 

los despidos, el ajuste y la represión

con la organización de lxs trabajadores 

no pasarán. 

9. 

Modelos didácticos del cuerpo humano. Por ejemplo, los que están guardados en un armario de la Escuela Normal número 4 de Río Turbio. Deslucidos, ligeramente despintados, quizás permanecen ahí desde la primera y única vez que el Estado equipó las aulas del pueblo. En general son mujeres y este caso no es la excepción. La caja toráxica, el cerebro y el nervio óptico al descubierto. Sus órganos de yeso, extraíbles. Las manos de alguien vacían el torso, van apoyando los órganos sobre una mesa de fórmica, construyendo el vacío. 

10. 

Las formas del paisaje. Una ola gris de piedra. La nada no es la nada, sino formas sinuosas que aparecen cada tanto. Los trescientos veinte tonos de grises. Los veintidós verdes secos. Los siete blancos (o más) que brotan los días de nieve o bruma, manchados de luz, en medio de un cielo cargado de nubes oscuras. Microcosmos de liquen abrazados a la piedra. Las sutilezas del falso silencio. Un poco más grave, un poco menos, una frecuencia vibrando allá. Un eco. Los resultados de la erosión. El sonido del viento raspando el paisaje como si fuera un corazón. Puestas en escena en medio de la nada: una grabadorcita plástica de sonido intenta mantenerse en pie. El viento golpea la cápsula del micrófono. Puro ruido e imposibilidad. Una y otra vez. En un páramo. Y en otro. Y en otro. 

11. 

La imagen es una herida abierta, imposible de recuperar del todo, un poco inasible y otro poco negada, como los secretos que guardamos. Todo error es amigo. Por eso no es pulcra, sino que se parece más a un collage de pedazos cortados con las manos. Intentos de articular algún recuerdo para que adquiera estatuto de verdad. 

Intentos de registrar lo imposible, de la poesía bucólica al noise. Y de entre medio de esa maraña de sutilezas y caos, las voces de las mujeres de Río Turbio, las tímidas pero también las aguerridas. Una especie de museo sonoro del secreto de la mujer del sur. 

12. 
Un museo de historia natural. Puede ser el de La Plata o el que está acá en el Parque Centenario o en el del Servicio Geológico Minero Argentino. La colección más bella de mineralogía. Rocas / fragmentos de minerales / muestras de sustratos / geodas / cristales. Como naturalezas muertas, precisas, bien iluminadas por los rayos del sol o por el contraluz cyan de las luces de tubo. Pero polvorientas. Identificadas con cartelitos escritos a máquina de escribir hace treinta y cinco años, meticulosamente ordenadas en estanterías de madera compartimentada. Como si de golpe comenzaran a brotar de entre las piedras, o como si fueran las piedras mismas las que hablaran, las voces fragmentarias de distintas mujeres que inundan la escena. Las voces de las Traídas a la Fuerza, las voces de las Nacidas y Criadas contándose sus secretos en una grabación tan sensible como técnicamente precaria: ¿qué lugar ocupan las mujeres en un pueblo de hombres? ¿A qué puede querer dispararle una mujer en medio de esa nada? De a poco esas preguntas intentan responderse.

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