Sobre la selección Ecos de territorios propios curado por Mónica Delgado. Parte de la 5ta edición del festival FRONTERA SUR.
El cine imperfecto es aquel que lucha por superar la división del trabajo en la sociedad de clases. Funde el arte con la vida y con la ciencia, desdibujando la distinción entre quien consume y quien produce, entre el público y el autor o la autora.
Hito Steyerl – Los condenados de la pantalla
El nombre del programa que aquí nos convoca resuena en las conversaciones que mantuvimos estos últimos meses. Centro. Periferia. Hegemonía. Culto a la crítica masculina. Plataformas digitales que dejan de funcionar y pretenden olvidar tu usuario. La imposibilidad de cubrir festivales que, con el encierro pandémico, portaron la engañosa máscara de inclusión. A tan solo dos años de un pseudo idilio cinéfilo, de pronto, pareciera que dislocar al cine de la sala a cualquier lugar del mundo, y a cualquier persona, atentase contra su razón de ser; el resultado es un cine elitista, de palmeras y leones, reservado para quienes ostentan el privilegio de poder cruzar el océano –y a veces, incluso, fronteras latinoamericanas– a ver imágenes en una sala oscura. Ante la masividad y el miedo de perder su valor de cambio, devolvieron las películas a una comodidad hermética. Aplicaciones, reservas, transacciones y dólares. Es necesario probarse digno y pudiente para acceder a él. ¿Quiénes acceden a los territorios de poder del cine?
La decisión de acompañar un festival como Frontera Sur no es menor. Desde el inicio, La Rabia tuvo como decisión no cubrir ni seguir agendas de estrenos y festivales. Irónicamente, de a poco nos fuimos dando cuenta que no acceder a esos textos nos deja por fuera de ciertas discusiones que, nos preguntamos, si es viable darlas. ¿Cómo escribir desde los linderos proteccionistas de los festivales sin replegarse a las lógicas mercantiles contra las cuales militamos? Tomamos un riesgo, por el carácter no competitivo del festival, por su búsqueda curatorial, por el programa que expande la noción de territorio e imagen al pensamiento. Por hacer frente a la comercialización del cine y apostar por una distribución masiva y gratuita para este lado del continente. Y también por la resistencia a la clasificación. Ficción y no ficción. Ensayo y narración. Cine ensayo, cine imperfecto. Las películas que elegimos ver resuenan en las páginas de nuestro futuro dossier: la memoria, el cuerpo y los territorios abrazan y rondan las producciones audiovisuales del foco Ecos de territorios propios, curado por Mónica Delgado, compuesto exclusivamente por directoras, y disponible online para ver en toda Latinoamérica.
Encontramos así películas al margen de las economías de lujo, imágenes que fueron desechadas por la producción cinematográfica al servicio de los grandes sistemas de difusión cultural. Imágenes que se filtran a través de las grietas de una economía neoliberal y colonialista. Imágenes marginales que ostentan sus errores, pues ahí, en los desenfoques, en los pixeles, en los negros, se evidencia la cualidad y el origen de su marginalización.
En Vecino, vecino (Camila Galaz, 2022) los tiempos se superponen. Cuando las crisis aprietan, no hay temporalidades rígidas y las imágenes vienen a poner en tensión esa linealidad. El cortometraje revisita material de archivo de un documental francés del año 1986, que se superponen con algunas tomas directas del estallido social chileno de 2019. En 1986, el grupo armado MAPU Lautaro, se preparaba para atentar contra la dictadura del genocida Pinochet; sus videos explicaban cómo empuñar un arma, cargarla, limpiarla, entonando una radicalización de la lucha para llevar adelante el compromiso militante. El funeral de Rodrigo Rojas de Negri, las entrevistas a su madre, son imágenes que producen un centelleo en la memoria, demostrando la perversidad que puede encarnar el aparato represivo. La contracara: una resistencia que insiste, persiste y arremete con radicalizaciones en su accionar. A pantalla partida, vemos a un encapuchado del MAPU Lautaro empuñar un arma; en la otra pantalla, en digital y en contextos actuales, una mujer joven imita sus gestos y movimientos. Pero está muy claro: está vez, no toma ningún arma. Los ataques de la represión, sin embargo, son los mismos: en plena dictadura en 1986 y en el estallido del 2019. Sobre la pantalla partida, el cortometraje interviene la imagen, con palabras escritas, sobre la lucha, la revolución, pero también con las cartas que, con ayuda de google translate, la directora envía a su hermano. Alejado de la narración en primera persona, pero con la misma fuerza en amalgamar lo personal con lo político Vecino, Vecino recorre la historia chilena y trasvasa las historias de resistencia generacionales, encarnadas nuevamente en 2019, proponiendo un novedoso tratamiento formal sobre la imagen, y atisbando algunas miradas críticas hacia la generación de los xadres.
Aquí y allá (Lina Rodrigues, 2019), también atraviesa el territorio y propone una perspectiva generacional, desde un tono más intimista: con una mirada cálida, problematiza la relación con los ancestros y el árbol genealógico. Volver a la casa familiar, tomarse el tiempo de mirar, una, dos, tres, varias veces el pasado propio, del cual es imposible tomar distancia, porque una está inmersa. La directora vuelve al pequeño pueblo colombiano donde se encuentra la casa de su familia paterna. Allí recoge testimonios con frases desfasadas en el audio, que repone en breves intertítulos con los cuales nos sitúa en el relato. Imágenes en fílmico se superponen con primeros planos o planos detalle de su padre y sus tíxs; hacia el final, el montaje se acelera, y pone el ojo de manera crítica a ese pasado que aborda, sin perder la ternura, devastando capas de recuerdos donde problemáticas como la clase, lo racial y la raíz de lo propio se tejen a sí mismos.
La precariedad de la materialidad es una característica común al conjunto de films del foco. Quizás, está más claro en Celaje (Sofía Gallisá Muriente, 2022). Como si algo del territorio y sus condiciones de enunciación estuvieran en sintonía con la precariedad desde la que se construyen las imágenes: la memoria del territorio toma forma, encarnado en el deterioro de su materialidad de manera intencional –y a veces, no tanto– que la misma factura de la película manifiesta. Las rocas, la selva, el mar, se alinean con la materia granulosa y texturada del súper8 y 16mm, a veces utilizado en el material de archivo de la abuela de la directora, y otras veces de la toma directa del territorio actual hondureño bajo estos formatos. Una película hecha de sombras, de fantasmas, de lutos, de seres que se van, y de territorios colonizados y arrasados por el extractivismo. “El trópico se devora las reglas del progreso, con el tiempo se borra el rastro de las cosas” narra la voz en off ¿es posible separar territorio, cuerpo y lugar desde donde se enuncia? En esa tríada, la naturaleza, desatada, avanza y arrasa: huracanes e inundaciones forman parte del paisaje.
A veces, en su afán capitalista, es el hombre el que pretende someter lo indomable, a expensas del sacrificio humano que esto pudiera significar. Río desborde (Vivian Castro, 2020) acompaña el cauce del río Mapocho, en Santiago Chile, y el río Tietê, en São Paulo, Brasil, a lo largo de su recorrido a través de las ciudades que se erigieron encima de sus aguas. Represas, avenidas ribereñas y desagües cloacales confluyen en la farsa del desarrollo y del crecimiento sustentable de estas ciudades latinoamericanas; con la primera crecida, la promesa queda bajo agua. Para los ribereños que habitan al margen de la ciudad, el río no es el paisaje de un mejor futuro, es un recordatorio constante de sus condiciones periféricas. Sus cuerpos, fragmentados y sin rostro, murmuran con el golpeteo de las olas y recuerdan que ellxs habitan ahí, y vivieron ahí incluso antes de las ciudades y del cemento. Las inundaciones se llevan consigo objetos, recuerdos y un poco de memoria con cada subida del río, a pesar de la humedad impregnada en las paredes que nunca llega a secarse. La espuma de la alcantarilla se sedimenta en la orilla, la basura se acumula, y los muertos se olvidan. Las fotografías viejas de los obreros cavando fosas para direccionar la naturaleza solo anticipa catástrofes mayores.
Lighting dance (Cecilia Bengolea, 2018) adopta un escenario que delimita fronteras como propio: una autopista. Mientras la lluvia cae estrepitosamente sobre el asfalto, un equipo de bailarines baila frente a cámara en un gesto casi performático. Lo que sucede al otro lado de la calle no importa. A veces, ellxs bailan solxs, otras, en pareja o en grupo. La cuneta se inunda de cuerpos en movimiento que saltan sobre los charcos. Por detrás, en un segundo plano, los autos transitan sin advertir lo que sucede de este lado de la pista; pareciera incluso que los conductores pisan el acelerador ante el inminente temporal y la prisa por regresar a sus hogares. Bajo el haz de los faroles, los torsos mojados disfrutan y gozan. Cada tanto, un relámpago delinea el contorno de los músculos tensionados al mismo tiempo que las linternas de los celulares queman la piel oscura. Las voces de quienes bailan no se escuchan. El ritmo empapa el campo sonoro y los bajos retumban hasta donde caen los rayos. Bañados de luz, caemos en trance, al menos por un instante.
Hoy, la invasión se ha trasladado a territorios digitales. En Fuera del área de cobertura (2021), Agustina Wetzel deambula por la ciudad donde habita en busca de los lugares inexistentes en el servidor de Google Maps. Cuando hoy por hoy somos ignorantes funcionales incapaces de trasladarnos de un lugar a otro sin asistencia artificial, aún existen (por suerte) lugares no contaminados por los rastreadores de la aplicación, esas pequeñas porciones de territorio que por algún u otro motivo evadieron –y evaden– la cámara inmersiva. La imagen se divide en dos: por un lado, el recorrido virtual sobre el mapa digital con sus vistas fotográficas y desplazamiento controlado, por el otro, los pies de los caminantes que recorren esos mismos espacios. Lo impersonal del mapa se contrapone a los cuerpos sumergidos en el escenario. Los clicks, siempre iguales en intensidad y sonido, se opacan con el andar de quienes filman y respiran, conversan y descansan a su propio ritmo. No son pixeles, ni porciones de datos, están vivos, tan vivos como la vida que reside en estas zonas. La tensión entre una imagen y la otra cuartea el dominio virtual. En los negros de la imagen digital que cada tanto irrumpe esa imagen cuadrada y lenta, Wetzel encuentra los últimos tesoros del mundo aún vírgenes de la colonización.
Porque el territorio también está vivo y respira, como el volcán activo Popocatépetl. Puede una montaña recordar es un registro diario del viaje de la directora, Delfina Carlota Vázquez, a México. Allí, ella descubre un nuevo paisaje, una montaña que no solo es parte de la tierra, sino también de la historia de un pueblo. Sobre fotografías analógicas del “Popo”, el sonido de rugidos graves que parecen provenir del interior de la tierra otorga vida al volcán. La tierra cobija las huellas de la memoria: desde la conquista a la revolución mexicana y el levantamiento zapatista, la montaña siempre estuvo ahí, expectante, un testigo solemne e indómito. Las conversaciones que tiene Vázquez con otrxs se escuchan sobre la vegetación de la ladera y casquillos vacíos. En el fondo, el cráter exhala el humo que tiñe el horizonte de blanco. Si la montaña recuerda, tampoco olvida. Y si no olvida, la erupción es inminente. Quizás sea ahora, o quizás mañana, con la fantasía de un estallido social que agite la corteza terrestre y haga expulsar el magma sobre lxs enemigxs.
Si bien son unos pocos quienes acceden al territorio de poder del cine, están las grietas. Pequeñas fisuras entre las cuales links y contraseñas, archivos y visionados ocultos, recorren mails y mensajes de whatsapp para terminar ocupando espacio en los dispositivos. Estos son, al fin y al cabo, los territorios que caminamos quienes habitamos los márgenes de esa tierra árida y a veces inasequible que representa el país del cine. Sabemos también, que la circulación volátil y precaria, es parte, retomando a Steyerl (2014), de una imagen pobre, con toda la potencia que su pobreza enuncia. ¿Cuánto tiempo durará ese material? ¿Quién puede darse el lujo de conservar archivos? Pensamos también en quienes crean estas imágenes, quienes las protegen y quienes las ponen en circulación. Hacer cine –y escribir– desde latinoamérica es también una práctica desde el olvido, como lo fue siempre, quizás. Mientras tanto, entre historias de festivales en instagram y listas canónicas, seguimos pensando y soñando con una desterritorializacion del cine, con el deseo que las posibilidades de una sección online en festivales no haya sido un simple recurso para paliar las consecuencias de la pandemia, sino una práctica que llegue para quedarse. Que nuestro eco resuene.