El cuerpo es nuestra forma de estar en el mundo. Una de las películas de Pedro Almodóvar que mejor subraya esta afirmación es Dolor y gloria (2019), protagonizada por Salvador Mallo (Antonio Banderas), un consagrado cineasta de mediana edad, ahora sombrío y paralizado a causa del paso del tiempo. A los pocos minutos del comienzo del film, observamos unos gráficos y figuraciones de la anatomía humana, mientras una voz en off detalla cada padecimiento radiografiado: «empecé a conocer mi cuerpo a través del dolor y las enfermedades», afirma. Radicado en el municipio madrileño de El Escorial, Salvador no sólo convive con múltiples afecciones físicas (migrañas, tinnitus, asfixia osificación vertebral) sino también con pánico, ansiedad y depresión. El asedio de estos dolores del alma forma parte del proceso de duelo en que está inmerso. Otrora radiante e internacionalmente exitoso, hoy nuestro protagonista parece no ser más que esta lista inacabable de enfermedades. Los años han pasado, Salvador ya no escribe ni filma, no hay cauce en su vida para la pasión amorosa y la muerte de su madre lo ha quebrado para siempre. ¿Cómo se alberga tanto dolor en un espacio que también sabe ser fuente de placer?
Pues, con heroína. O por lo menos ésta podría ser una primera (e implícita) respuesta por parte de Alberto, el actor principal de su film Sabor, cuando el cineasta lo va a visitar después de treinta años y acepta «el chino de la paz». No por nada muchas veces solemos denominar viajes a las experiencias con todo tipo de bálsamos: cada vez que Salvador fuma, nos transportamos ya sea por corte o por yuxtaposición, por continuidad de planos sonoros o por contraste, a un cronotopos completamente distinto. Si pensamos en las texturas epidérmicas de este cuerpo, ¿por qué no pensar también en Dolor y gloria como una piel de múltiples capas? Acercándose a la vejez, Salvador ve (y nosotres con él) pasar su vida frente a sus ojos. El ir hacia atrás en la propia vida, enunciado cinematográficamente a través del recurso del flashback, es una de las tantas convenciones narrativas que «proporcionan al espectador la ilusión de estar mirando un mundo privado» según Laura Mulvey (1975). La eficacia de esta operación retrospectiva está en su diálogo con el presente de la historia intimista y de raíz autobiográfica que imagina Almodóvar —imaginar es, en sentido último, «poner en imagen», la tarea de todx cineasta—. El protagonista, tal como lo conocemos, se sustrae de la escena para dejar lugar a un supuesto Salvador niño, la versión infantil que convive con su familia en una precaria casa subterránea. Como los colores oleosos de la secuencia de títulos se metamorfoseaban del petróleo al magenta y del magenta al coral, a lo largo de toda la película presenciamos una fuga de temporalidades superpuestas: en una operación de montaje, del pasado al presente y viceversa, a través de la fluidez caprichosa de los recuerdos.

Me interesa detenerme en una escena próxima al final del film almodovariano para seguir pensando las superficies del placer. Aquí, Eduardo, el joven obrero al que Salvador le ha enseñado a leer y a escribir, se está aseando en la cocina con un balde. Para secarse, le pide una toalla al niño, quien se levanta de la cama. Exhausto por el calor, camina hacia él lentamente. La cámara adopta la cadencia pausada de sus pasos. Ante la imagen sumamente atractiva de aquel hombre bañándose, un primer plano del rostro fascinado del niño. Este contraplano es reemplazado por el temblequeo de sus rodillas, previo a desplomarse en cámara lenta. Un rato después, Eduardo y la madre de Salvador adjudicarán este desmayo a una fuerte insolación, algo de esperar en tanto el niño lee todo el día bajo el rayo del sol. Pienso que el calor que abrasa su piel también es una huella háptica íntima, signo de una manifestación primera del deseo por el cuerpo vibrante y desnudo de Eduardo. En esta línea, retomo los aportes de la teórica estadounidense Linda Williams (1995) acerca de la estructura de la fantasía en el melodrama: «el empeño por retornar y descubrir los orígenes del yo se manifiesta a través de la fantasía infantil». Las imágenes del pasado aparecen como índices de ese tiempo mítico que, aunque evocado una y otra vez, no hace más que borrar compulsivamente sus contornos. La respuesta frente a lo efímero e inasible (la temporalidad de la fantasía melodramática, según Williams, está anclada en el «demasiado tarde») es, en palabras de la autora, el éxtasis del llanto: una de las tantas formas del agua. Efectivamente, la presencia de sustancias acuosas es recurrente en el film: de la primera escena, donde Salvador está sumergido en la pileta, pasamos a la segunda, protagonizada por un cuerpo de mujeres que lavan sábanas en la orilla. Más adelante, vemos en su televisor el último fragmento de La niña santa (Lucrecia Martel, 2004), cuyos personajes nadan en la piscina.
En su texto La adicción, el realizador español también recuerda las cataratas, el fondo del mar, los ríos que abundaban en las películas de su infancia. La fuerza primigenia de la marea no sólo es una figura que insiste en el nivel de la historia. Con su particular empleo del montaje, Almodóvar construye un relato a través de capas de temporalidades que se deslizan unas entre las otras, como el vaivén del mar.
Ocho años atrás, La piel que habito (Pedro Almodóvar, 2011) ya problematizaba la cuestión de las fronteras identitarias en relación con la epidermis y la construcción de sí. Sin embargo, al personaje de Robert Ledgard (encarnado también por Banderas) lo ocupa la creación exclusiva de una piel sintética inmune tanto a quemaduras como a picaduras de insectos; en otras palabras, un estrato que no se afirma en tanto zona liminar con el exterior, sino que erradica las posibilidades de contagio, mutación y diálogo con el afuera. Muy por el contrario, podríamos decir que el protagonista de Dolor y gloria es, en sí mismo, una gran superficie sensible.

Detrás de cada capa, parece haber otra, y conocerse quizás sea una tarea siempre inacabada. No obstante, cada registro corporal de las temperaturas, los colores, los aromas y las texturas de hoy y de antaño constituye una prueba a modo de asíntota. Salvador lo sabrá, bien entrada su vida, cuando lea la carta de Eduardo en el reverso del retrato que éste le había pintado décadas atrás: «cada vez que escribo, pienso en tu mano dirigiendo la mía». Pablo Maurette, filósofo y escritor argentino, expresa en El sentido olvidado (2015): «El tacto es la sensación externa, epidérmica, del mundo pero también la sensación del interior del cuerpo propio (…) es el sentido del movimiento afectivo. Todo lo que nos conmueve, enardece, agita, todo lo que nos afecta con mayor o menor intensidad se experimenta como una forma de tacto». Aún en coordenadas espacio-temporales distintas, el contacto entre el niño y el joven se produce y el recuerdo de esas texturas superpuestas le reenvía a Salvador un soplo de vitalidad absoluta.
Su cuerpo, abatido por el paso del tiempo, vuelve a ser vehículo y fuente de placer. Si antes había decidido no firmar el guión de La adicción, monólogo que da a interpretar a Alberto, no asistir a las funciones y sólo formar parte del coloquio en la proyección de la versión restaurada de Sabor por teléfono, erigiéndose apenas en tanto imagen, ahora su cuerpo se abre espacio a través de las heridas y recobra todas las fuerzas necesarias para escribir y hacer cine. Acaso la calcificación de uno de los ligamentos anteriores de Salvador sea la única gran resistencia al movimiento que expone la película, en contraste con el imaginario tan acuoso y metamórfico que nos acerca en su enlazamiento de temporalidades a través de múltiples gérmenes. Y aunque el dolor quiera paralizar su columna, su cuerpo alberga un deseo silvestre, voraz, desatado en un tiempo lejano: Salvador conducía la mano de Eduardo con la suya propia y guiaba el lápiz sobre las modulaciones de las letras que ocuparán cada renglón. Décadas después, en la carta que el muchacho supo escribirle a su joven profesor en el reverso de su retrato y que éste descubre en la pared de una galería de arte, aún reverbera aquel ardiente número de prestidigitación. Sístole y diástole, inspiración y exhalación: larga vida a Dolor y gloria, expresión vibrante de la potencia creativa, tan espesa como la sangre y tan maleable como el agua.

Bibliografía
Mulvey, L. (1975). Placer visual y cine narrativo en Brian Wallis (Ed.), Arte después de la
modernidad (p. 369). España, Madrid: Ediciones Askal.
Williams, L. (1991). Film Bodies: Gender, Genre, and Excess. Film Quarterly, 44(4), 2–13.
https://doi.org/10.2307/1212758
Maurette, P. (2019). El sentido olvidado. Ensayos sobre el tacto. Hermenéutica Intercultural
Revista de Filosofía, 31, 211–217