De lo que no se habla pero que, sin embargo, está presente: un fuego que arde y cae sobre ruinas sedientas, grietas, la pérdida del paraíso porque el deseo marcha contrario a la simplicidad: la cualidad grácil, que un abrazo o un beso tienen, cae a la deriva de un fuego que nada sabe de su naturaleza y, en vez de avivar los troncos secos, se apaga. «No puedes construir nada sobre eso», dice, en voz en off, el hombre del primer testimonio de los cuatros que componen Towards tenderness (2016), de Alice Diop.
En el documental, las conversaciones con estos cuatro jóvenes, a quienes la directora conoció en un taller sobre el amor en Saint-Denis, se sumergen en el camino tantas veces transitado de la masculinidad. Sin embargo, en este filme, el comentario trivial de cualquier esquina: un hombre diciendo que le atraen las putas y las chicas con problemas, muestra, a profundidad, sus raíces que, en vez de escandalizar, desnudan al miedo y la vergüenza. Estos dos sentimientos, alejados, pero al mismo tiempo emparentados con la experiencia del amor, son el eco de un deseo que –por las convenciones sociales, la necesidad de control y los estereotipos que fomenta una sociedad machista– se arrastra sediento, evitando el asunto del amor a toda costa y remediando su falta con algo más, con cannabis, tal y como lo expone en el segundo testimonio uno de los jóvenes.

Compensando la brutalidad de lo que los jóvenes comparten, la cámara los retrata sentados, fumando, rascando un boleto de lotería con una moneda. Los detalles de la fotografía transitan sobre este territorio hostil con esperanza, como si el entregarse a los pormenores le sirviera para volver al camino en donde el deseo arde y se entrega a través de la ternura. Camino eclipsado por los primeros testimonios pero que, con el pasar de los minutos en el documental, aquel abismo se recorta y la celda, en donde el amor y el deseo yacían, se expande hasta difuminar sus oxidados límites.
En los dos últimos testimonios una esperanza se alza, como balbuceando las palabras de aquella promesa que la fotografía nos lleva a anhelar: escuchamos cómo uno de los jóvenes vive su homosexualidad y el amor, en donde la distinción social entre quien es marica y quien no parece estar fundada más en la capacidad de enamorarse, de ser vulnerable, que del acto mismo de compartirse con otro hombre. Pareciera, entonces, que lo que se desea evitar a toda costa es la vulnerabilidad que conlleva el experimentar deseo por alguien, y, en esta terca necesidad de control, resuena, a contragolpe, la historia que este mismo joven nos cuenta sobre un muchacho que, para salir con él, para poder relajarse, se emborrachaba en cada una de sus citas. «Una vez más aquí hay un chico que no puede aceptar su atracción por mí», nos manifiesta, no sin cierta tristeza, al momento de contar esta experiencia dentro del documental.
En Towards tenderness, el deseo pierde su impulso inicial y se pervierte en un camino sinuoso donde abundan las ruinas sedientas. El abismo parece ceñirlo todo. No hay raíces a las cuales asirse. La gracilidad de la vida se pierde en la descarada contienda del alma aprisionada por convenciones sociales. Porque, pese a sentir el ardor, el tierno impulso que busca la unión con otro, la vergüenza y el miedo, ese terrible aguijón, devoran al deseo y lo convierten en grietas, en esa erosión que ha barrido de la memoria aquel paraíso en donde el amor es ingrávido, en donde canta y baila al compás de un deseo que es grácil y cálido como un rayo de sol que serpentea, sobre las hojas de un árbol, jugando a variar el verde, a mezclarse en unión enigmática. Sin duda, esas últimas escenas de Towards tenderness son ese rayo que, más que una respuesta, se sienten como un cálido abrazo, como el augurio de lluvia frente a la tierra estéril.
