«Aquí, no mostramos Lo que el viento se llevó»

Oscurece en el barrio de Montparnasse. Mientras cae la noche sobre la Rue de la Gaîté, las luces nocturnas destellan sus ofertas en amarillos y rosados que opacan los servicios diurnos. La noche se entrega al sexo: los sex shop, las cabinas de streaptese y los moteles aguardan a su clientela con la promesa de cuerpos húmedos, dispuestos e insaciables. En una de las tantas salas de cine porno, trabaja Simone Barbès. Ella y su compañera Martine se encargan de recibir los tickets y conducir a los espectadores a sus respectivas salas. Como cualquier otro trabajo de atención al cliente, el día a día –en este caso, la noche– consiste en lidiar con consumidores insatisfechos, desatender los torpes intentos de algunos por entablar conversación, y expulsar a quienes osan pronunciar comentarios homofóbicos o xenófobos. Y, como cualquier otro trabajo de atención al cliente, están los habitués, los fanáticos, los que dejan buena propina y los que se escabullen de sala en sala intentando engañar a la portería. Digo «los», porque aquí, todos los clientes son hombres.

Dirigida por Marie-Claude Treilhou, Simone Barbès ou la vertu (1980), título que se traduce como Simone Barbès o la virtud, encara espacios desdeñados y las dinámicas de relación que se establecen entre los personajes que transitan estos escenarios, lugares que han sido desplazados del cotidiano y que se esconden a plena vista. Confinadas en el lobby de la sala de cine porno, entre función y función, Simone y Martine comparten un sandwich, fuman y beben una copa de vino mientras juegan una partida de dados para hacer pasar el tiempo. Las mujeres, de carácter y de aspecto incluso casi antagónico, conversan por encima de los gemidos y gruñidos que se filtran desde las distintas salas. «¿Será que lo disfruta?», se pregunta Martine, en referencia a una de las películas en cartelera donde una mujer tiene relaciones con tres hombres a la vez, y, aun así, ruega por más. A Simone esto no le despierta interés, tal vez porque ser una actriz porno es un mero oficio, y quizás, un poco como ella, un empleo transitorio.

Para Virginie Despentes (2012), el problema con la pornografía es que «pega en el ángulo muerto de la razón», y se dirige directamente a las fantasías. Los reflejos de autocensura son renegados y el/la espectador/a se entrega al deseo y al alivio sin ni siquiera pasar por la introspección. Hay algo embarazoso, entonces, en el acto de ver porno, así como en pronunciar aquello que nos excita y que, por lo general, se resguarda en lo privado.

En Simone Barbès ou la vertu, Treilhou utiliza a los personajes masculinos como títeres para ilustrar este pudor. Los hombres, con la mirada clavada al suelo, ingresan a la sala con prisa, evitan cruzar miradas con otros hombres y apenas miran a las mujeres. Carne y hueso es mucho para ellos, cuando el consumo de pornografía no. Sus rostros permanecen en el anonimato, apenas se los ve, y sus siluetas bien vestidas y aferradas a sus maletines de cuero se funden en similitud. Parecen hormigas, casi, obreros que ingresan a una fábrica con urgencia con un solo objetivo; aquello que buscan son imágenes, sin importar que sean reales o ficticias, pero sí privilegiando que sean directas, que actúen rápido y que ofrezcan desahogo inmediato antes de regresar a sus hogares.

Entre la multitud que entra y sale del cine, algunos hombres se detienen a conversar con las mujeres. La puerta se abre y se cierra, y entre acto y acto emerge la caricatura de un personaje como si fuera un desfile de estereotipos cinéfilos. Despojados del tabú, para estos hombres, asistir a las funciones nocturnas no es muy diferente que ir al cine a ver cualquier otro tipo de película, o asistir a cualquier evento de entretenimiento. Nos encontramos así con la parodia del cinéfilo enamorado, que al igual que cualquier otro cinéfilo, se lamenta de que el cine (porno) ya no es lo que solía ser, en parte porque las verdades estrellas han desaparecido, en parte porque las tramas han decaído. Otra personalidad: el director de una de las películas, quien asiste a una función en una suerte de estudio de mercado y se retira enfadado de la sala al corroborar las condiciones paupérrimas de proyección y la dejadez de los espectadores a quienes parece no importarle mucho si ve o si se escucha. Es que, en estos lugares diseñados para la mera satisfacción masculina, la relación de aspecto de una porno importa poco o nada. Es más, y me atrevo a decirlo, el placer masculino carece de importancia. Bajo la atenta mirada de un par de ojos de neón que resplandecen sobre la alfombra hedionda del lobby, el porno permanece siempre en un fuera de campo visual.

Pero no todo sucede en la sala de cine; por suerte la jornada laboral acaba, y Simone puede dejarse llevar por dónde le lleve la noche. En una segunda secuencia, la película sigue a Simone al club nocturno donde trabaja su amante. Harta y cansada, se resigna a esperar en la barra mientras aguarda que termine la jornada laboral de su enamorada. Aquí, tras la entrada protegida con contraseña y una masa de músculos, el escenario es otro: mujeres vestidas de guerreras amazónicas o en drag, bandas de artistas mujeres, y parejas de mujeres que bailan y flirtean con otras mujeres. El champagne corre bajo la indiferencia de los dueños del lugar mientras el fastidio de Simone contagia su ánimo. No es tanto la espera lo que la molesta, ni siquiera la insinuación de que su pareja trabaja como anfitriona de compañía, sino que la espera sea vano, pues su amante aparece cada tanto con información vaga e imprecisa sobre su horario de salida.


A diferencia de la sala de cine, donde las películas pornográficas permanecían fuera del cuadro, aquí ocurre algo curioso: aquello puesto al servicio del placer de une otre, pasa a formar parte de nuestro placer también. La protagonista queda en la barra, y el show del club con sus números musicales y performáticos transcurre frente a nuestros ojos como si fuéramos parte de la clientela. Mientras toca la banda de punk, Simone Barbès ou la vertu nos invita a deleitarnos con otras formas de placer al margen de lo patriarcal-masculino que se esconden aún enterradas en la noche. Lo inconvencional, lo queer, lo otro, pinta otras formas de sexualidad y posibilidades del deseo que antes estaban al margen, y que quizás eran impensables. La sensación de libertad es un respiro de aire fresco, tal como lo es abandonar esos lugares de dominancia masculina, por más que subyace un tono trágico al desenlace azaroso y que, finalmente, permite a Simone abandonar el cabaret.

La última parte de la película tiene lugar dentro de un auto. Un hombre, que por casualidad encuentra a Simone caminando, insiste tanto con llevarla a destino que ella acaba accediendo. Mientras se dirigen a su casa, Simone al volante, la conversación pasa de lo trivial a revelaciones de ambas partes. Las máscaras que ambos portan como trabajadores nocturnos se disuelve en lágrimas y confesiones. El alba anticipa un desenlace forzoso para ambos; mañana será otra noche. Simone desciende del auto e ingresa a su departamento. La claridad espabila a otros jornaleros que disfrutan aún esos preciosos minutos de descanso. Y, de pronto, casi tan mágico como este encuentro de extraños, las luces de la ciudad se apagan. En este instante, tan fugaz como improvisado, algo destella en la imagen, quizás el deseo (o lamento) de sorprenderse cada tanto por películas como esta, aquellas que se escurren del día y del tiempo, y que encuentran el placer tras una puerta roja.



Bibliografía

Despentes, V. (2002). Teoría King Kong. Argentina, Buenos Aires: El Asunto

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