Pensar el deseo supone un contacto con las condiciones del inconsciente, y por lo mismo, con sensaciones corporales y sentimientos confusos. Recuerdo que en la niñez y la juventud el contacto con el deseo aparecía como un gran asalto a lo individual, una energía llena de curiosidad que a veces sólo podía desarrollar en la imaginación, ya que los obstáculos externos y normas se reproducían, y siguen haciéndolo, sin cuestionamiento. Pero, a pesar de eso, esas estructuras tienen grandes fallas, pues negar el deseo en la niñez y entregarle su valor sólo a los adultos es pretender que la infancia está privada de la búsqueda del placer.
En la década de los noventas, la figura de la mujer se había fijado como objeto sexual en la pujante sociedad de consumo y la cultura de masas. A inicios de esa década, yo tenía 8 años y creo que fue a esa edad cuando una experiencia cinematográfica me entregó la imagen de cómo un hombre es capaz de humillar a una mujer a través del sexo. Fue cuando vi El último tango en París (Bertolucci, B., 1972). Con mis hermanos mayores teníamos bastante interés en saber qué es el sexo, por lo mismo, estábamos muy atentos a lo que aparecía alrededor. Era tema tabú en la familia. Risitas nerviosas después de ver a la pasada un cuerpo desnudo eran la punta del iceberg de todas las fantasías que teníamos. Pero mis hermanos llevaban una ventaja sobre mí, ellos habían visto revistas Playboy y cómics súper sexualizados, y yo, en cambio, sólo recibía contenidos como la animación ¿De dónde venimos? (Mackenzie, I., 1985), basada en un libro que, al parecer, todavía sirve para aliviar las preguntas en torno a la educación sexual.
Sin ir más lejos, esa desventaja me fue calando hondo. Francamente, no pude dejar la situación así no más. Hasta que un día vi a mi papá saliendo de una tienda con actitud sospechosa y sosteniendo una cinta de VHS. No recuerdo cómo, pero supe que la película que traía consigo iba a ser la que me entregaría el conocimiento que andaba buscando. Tampoco sé cómo me enteré de que la misteriosa película tenía una escena prohibida, pero había escuchado que durante la dictadura la censuraron y con ello se había generado en la sociedad chilena un gran revuelo por El último tango en París. Unos días después, pude meter la película en la videocasetera de la pieza de mis papás. Sola y nerviosa me senté en el suelo mientras adelanté y adelanté, hasta llegar a la comentada secuencia. En la pantalla vi el interior de un departamento antiguo que me habló inmediatamente de una sociedad que, aunque desconocida para mí, era familiar. Además, era de día, como en las mejores películas de horror. Vi también a un hombre de cuarenta ocho años acostado encima de una mujer, o chica, de diecinueve; no entendí lo que decían solo vi el rostro rígido de él que contrastaba con el pelo voluminoso, esponjoso y liviano de ella. La mantequilla en el suelo, el vacío a mi alrededor. Apreté stop, no pude ver más.

En ese momento, la actriz María Schneider estaba lejos de dar su testimonio oficial sobre la violación, el que apareció finalmente en 2007, treinta y cinco años después de la grabación y cuatro años antes de su muerte. Yo, por otro lado, sin entender el contexto en que la secuencia había sido producida, creo que en el fondo empecé a ser consciente de cómo el deseo y el sexo podían significar una amenaza destructiva. La escena se quedó en mi piel. La sensación fue de temor, pero también de un calor corporal súbito que se pegó en mi memoria como una masa difícil de manipular para los cortos años que tenía.
El miedo como emoción que rodea al deseo femenino es un asunto que se analiza en El buen sexo mañana. Mujer y deseo en la era del consentimiento, ahí Katherine Angel afirma que, «el cuerpo de la mujer reacciona ante casi cualquier tipo de pornografía (que es al fin y al cabo, un fuerte estímulo pensado para producir una reacción física), mientras que ella, como individuo, solo disfruta con algunos tipos concretos» (Angel, K., 2021, p.104). Este doble efecto en la excitación del género femenino se genera, según la escritora, por el peso de fenómenos que son sociales y colectivos, y que están relacionados inextricablemente a las normas de la masculinidad. Debe ser por este motivo que la popular frase de la canción Me asusta pero me gusta (Nazar, J., 1995), es tan efectiva al dar a entender el contrasentido que fundamenta al deseo del sujeto femenino en sociedades occidentales.
En esta era del consentimiento, dice Angel, al género femenino se la obliga a conocer su deseo, a expresarlo verbal y claramente para que no quepan dudas en caso de que exista una posterior denuncia por abusos sexuales y/o violación, sin embargo, también es importante notar la contradicción de esta obligación, en cuanto que es a la mujer a quien se le impone la responsabilidad de prevenir y no al género masculino de no violentar. De esta manera, además de tener que conocer y expresar su deseo, algo que de por sí es confuso y cambiante, el género femenino también tiene que ser consciente de la latente amenaza de su deseo, y si su expresividad va más allá de la norma se podría dar a entender de que busca ser abusada. Más allá de querer entregar fórmulas para salir de ese callejón, la académica valoriza la «aceptación psicológica y social de la vulnerabilidad» (p.136) en lo correspondiente a las relaciones sexuales tanto como a una ética social, sin desconocer, asimismo, que las sexualidades BDSM entregan también a ambos géneros una buena cuota de placer, aunque, es el género femenino, dice, el que vive con una «conciencia aguda de su vulnerabilidad al abuso, y de sus complicados acuerdos para experimentar placer» (p.142).
Unos años después del cambio de milenio, apareció en Chile Y las vacas vuelan (Lavanderos, F., 2004), una ficción que entrega imágenes que consideran a la vulnerabilidad del deseo femenino como un valor. Esta película me acompañó durante mi primera etapa universitaria, y en algunos círculos locales se le valora como película de culto, ya que exhibe una alta porosidad interpretativa. Yo, al menos, creo que la confusión que sentía al verla emanaba de sus personajes y el mundo histórico que los rodea, y se presentaba como una continuación de mi neblina personal. Al inicio de Y las vacas vuelan, un grupo de mujeres jóvenes transeúntes aceptan, durante una tarde de verano, hacer un casting para protagonizar un cortometraje. El realizador es un joven danés, Kai, que recorre las calles del centro de Santiago junto a su asistente de cámara, quien, en verdad, es Fernando Lavanderos, el realizador del filme que está enmascarado para registrar esas imágenes documentales de las entrevistas. Este tipo de procedimiento intermedial es uno de los que Lavanderos propone en su filmografía para dar cuenta de los vínculos entre imagen y poder en relaciones amorosas heterosexuales.
La pregunta que deben responder las mujeres en el casting es «¿le mientes a tu pareja?» y las respuestas son casi todas positivas. Esta secuencia está cargada de una potencia femenina que expone la capacidad de disolución del yo, de la que habla Angel, pero también de la invisibilidad social de su deseo. La mayoría de ellas mienten a sus pololos y al reconocerlo encarnan un proceso colectivo de pérdida de la individualidad. Este inevitable acontecimiento da espacio para percibir un aspecto de la crisis del deseo femenino en Chile. María Paz, la voz que representará a esta subjetividad femenina en el resto del filme, confiesa «siempre estoy actuando un poco», «sino se derrumba todo», «una es pura cultura», de manera tal que, el «yo» inadecuado e inesperado al comienzo de esta secuencia se transforma en «una», artículo gramatical que indica algo que no le pertenece a nadie en particular, sino a cualquiera.

En el mismo sentido, el discurso que instala el director en torno a la masculinidad también contiene una visión crítica de la subjetividad, de esta manera, el comportamiento poco fiable de las jóvenes y la evasión de los hombres en espacios públicos, aparecen como viejas cargas que portan a pesar de la incomodidad que les provoca, pero igualmente se muestran de acuerdo con que es una mochila que usan para ajustarse al rol que se les exige socialmente. Durante la entrevista a María Paz, se intercalan planos de la mirada frontal de ella siendo grabada por Kai, y al mismo tiempo, aparece la perspectiva de Lavanderos registrando el primer encuentro de ambos, con planos generales de la situación y detalles de gestos de cada personaje. Se completa, de esta forma, un juego de ángulos en los que aparecen dos jóvenes en una situación de seducción. La peor persona del mundo (2021), Joachim Trier Esta película responde a la popular lógica chico-conoce-chica, y dentro de ese género es interesante notar cómo se construyen cinematográfica y socialmente las escenas de tensión sexual. Por ejemplo, las inseguridades de María Paz y Kai no son tan distintas a las que se perciben en Antes del amanecer (Linklater, R., 1995), en el plano en que Celine y Jesse están juntos dentro de una pequeña caseta en una tienda de discos: suena la canción «Come here» de Kath Bloom, y ambos parecen estar a punto de estallar. En La peor persona del mundo (Trier, J., 2021), cuando Julie y Elvind se conocen en una boda, mantienen un intercambio en el que ambos actúan reteniendo el deseo que sienten por el otro, tanto él como ella disuelven sus «yoes» mediante una interacción que se supone es anti-sexual, sin embargo, había pasado mucho tiempo antes de que una película propusiera una escena en que los cuerpos realmente transmitieran erotismo y comicidad. En estas tres últimas películas los personajes se muestran receptivos a las emociones, por lo mismo, se transmite la tensión de la desintegración y la capacidad de compartir con el otro los daños y el placer.

Treinta años después de haber visto El último tango en Paris, en 2020, vi La mujer de los perros (Citarella L., Llinás, V., 2015). Todavía su mundo precario, periférico y de residuos, me lleva a plantear una situación tan utópica como distópica, en que el deseo sexual va de forma lineal hacia el placer de manera casi espontánea. El personaje principal de esta película vive en una especie de intervalo, un mundo histórico-social indeterminado que está unido a su individualidad a través del silencio. Sus acciones, el paso de una estación a otra, y uno que otro gesto en su cara, forman el centro de la narración. No es que sea muda, su silencio se parece más a una estrategia narrativa para dar a entender las intensidades que circulan y atraviesan su interior; en constante reflexión, sentir y actuar, la mujer de los perros atrae al mundo alrededor de ella, del cual toma lo que necesita sin gastar plata, y de esta manera, su deseo se funde casi sin obstáculos en la intemperie. Hacia el final de la película, en el momento previo al encuentro sexual, ella y el arriero se hablan, pero sus voces son sonidos lejanos, apenas descifrables y relevantes en la narración. A continuación, en medio de un bosquecito, mientras las vacas y los perros se mezclan y descansan, aparecen sus cuerpos entrelazados apoyados en un árbol.
El espacio polimorfo y ambivalente del filme sostiene varias lecturas posibles, por ejemplo, puede aparecer, durante los primeros minutos, cierto temor ante la exposición y las dificultades de la protagonista en su vida a campo abierto, en este sentido comparte un paisaje común con las películas de Lisandro Alonso [1], sin embargo, al verla siempre rodeada de perros ella se convierte en una entidad colectiva que no duda de su existencia humana y animal, entonces, su forma de vida precaria se transforma en el epílogo deseable de una «catástrofe», como dice Gabriel Giorgi en su texto Precariedad animal (2016). El desastre social da paso a una tregua y a un mundo de nuevos yoes posibles, a un mejor nosotros, y a un lugar donde una protagonista femenina se puede abandonar, por fin, a experiencias de goce y autonomía.
En la práctica, entiendo los riesgos de iniciar una relación sexual prescindiendo del lenguaje verbal, pero La mujer de los perros no orienta su argumento hacia esa situación particular, más bien presenta una idea de deseo femenino no individualizado y más puro. La linealidad del eje deseo-sexo-placer es una quimera que podrían reconocer varias de las identidades sexuales que viven en sociedades occidentales del capitalismo tardío. Por eso creo que La mujer de los perros y su representación del deseo femenino es arriesgada al proponer la imagen de una manera de vivir liberada de la sexualidad, así como la conocemos, con sus miedos atávicos como el miedo a la agresión y a no poder pagar las cuentas a fin de mes. La belleza de esta imagen supone valorizar la vulnerabilidad y la ambigüedad de lo viviente en una comunidad posthumana.

Notas:
1 En La libertad (2001), Los muertos (2004) y Liverpool (2008) Alonso también filma a personajes en situaciones de aislamiento humano, soledad y en relación con la naturaleza.