Sobre la maternidad y lo natural en Lamb (2021) 

Por: Rosario Pilar Roig

Tal vez la cuchilla del carnicero fuera la redención para este animal, pero él es una herencia y debo negársela. Por eso deberá esperar hasta que se le acabe el aliento, aunque a veces me mira con razonables ojos humanos, que me instigan al acto razonable.

Franz Kafka 

1.

Es Navidad. Las ovejas se agitan en el granero mientras, a través de una ventana hogareña, el gélido desierto islandés contrasta con la música de villancicos, la carne servida y los colores cálidos de una festividad que, como muchas otras en la cultura, se practica -consciente o inconscientemente- con el objetivo de promover la supervivencia de un modo de ver el mundo entre los seres humanos.  

La rutina se reanuda con el sol del día siguiente. El paisaje matutino de las montañas nevadas acoge la figura de un granjero (Hilmir Snær Guðnason) que, tridente en mano, comienza a desparramar el alimento para las ovejas. Una de ellas entra en parto. El hombre y su compañera, una mujer con rostro de acero, (Noomi Rapace) la asisten sonriendo y los bebés dan su primer respiro fuera de la panza de su madre. A duras penas pueden pararse: les cuelga el cordón umbilical y se resbalan en sus líquidos mientras su madre les lame los pelos húmedos.

Durante los primeros minutos del film, las breves conversaciones que la pareja tiene respecto al tiempo mientras almuerzan y toman café no harán más que contradecir el falso gusto que él afirma sentir por el aquí y ahora. El obvio sufrimiento que comparten por un pasado que desconocemos al igual que por un futuro sin expectativas es lo que un nuevo parto va a revertir. En esta escena, el ritual del nacimiento se modifica. En estado de aparente shock, Ingvar toma la cordera recién nacida, pero no se la da al animal que le dio la vida: quien lo materne será María, su compañera. 

Durante el día le dan leche en mamadera, la hacen dormir en brazos y luego en cuna. Pero el motivo de la adopción se conserva como un misterio hasta el momento en que la cordera -ahora llamada Ada, como la hija difunta de la pareja- desaparece: harta de llamarla tras la ventana desde el día en que se la quitaron, su madre biológica la rapta y se la lleva por las inmediaciones de la propiedad a sus espaldas. Cuando las encuentran, un plano medio encuadra a la oveja madre agitada mientras observa cómo lxs raptores levantan la cría para llevársela de nuevo a la casa revelando su cuerpo mitad humano. Lxs persigue, se queja, lxs llama. Ante esto, lejos de compadecerse por su angustia la madre adoptiva no puede más que frenar, darse la vuelta y gritarle ¡fuera! con el odio de quien percibe amenazada su felicidad. 

La advertencia de María a la oveja se convierte finalmente en su asesinato una mañana lluviosa que Pétur, el hermano de Ingvar, llega sin previo aviso a la casa para romper el cuento de hadas y algo más. Cuando lxs tres asisten al almuerzo de bienvenida, Ada aparece caminando erguida, vestida con un pulóver amarillo y emitiendo pequeños sonidos ante el llamado a la mesa de su madre. No está acostumbrada a extraños, le explica Ingvar a su hermano perplejo, como si una visita lejana fuera foco de mayores conversaciones que la presencia de una criatura híbrida. – ¿Qué demonios es esto? -Felicidad-, le responde Ingvar en otra escena. 

2.

Algo se siente extraño en las imágenes de Lamb (Valdimar Johannsson, 2022): la paleta de colores grises, azules y verdes instala una atmósfera de nostalgia y congelamiento emocional que encuentra un respiro de calidez en ornamentos y detalles específicos, como la corona de flores amarillas que María coloca en la cabeza de Ada, despertando su sonrisa. Sin embargo, para quien vive bajo el manto de un Estado que se mantiene a años luz del islandés en materia de políticas de género, lo más disruptivo se ubica en cierta indiferenciación de sus roles tanto dentro como fuera de la casa. La repartición de poder en la dinámica de su vida cotidiana carece de jerarquías marcadas: ambxs se distribuyen el mantenimiento de las tareas en el granero, el manejo del tractor, la recolección del alimento, el marcado de las ovejas, el cuidado de Ada. 

Aún más lejos, como “instancia que organiza lo visible” (Siety, 2004, p. 27), la cámara fija de Valdimar Johannsson construye un régimen de representación que iguala a humanos y animales. Las prácticas culturales que Ingvar y María realizan como sentarse a comer, sus lecturas, bailar, trabajar la tierra y el amorío, en el lenguaje formal de la película son equiparados a las andanzas del gato, el acompañamiento del perro y el pastoreo de las ovejas y sus crías. Hay un detenimiento en filmar lo que le es propio a cada especie. Así, se atiende de la misma manera al humano y al gato en cada plano de la secuencia en que Ingvar vuelve a la casa para almorzar al mediodía: se lava las manos, corta las papas sobre la mesada y mientras calienta la carne, el gato come a su lado -en el piso- y se intercambian miradas, pero cada uno es individualizado a la altura de su cuerpo. En la misma secuencia, en el momento exacto en que Ingvar dirige la mirada hacia su compañero, el hombre es filmado desde fuera de la casa en un ángulo lateral que deja ver la (otra) ventana situada en frente suyo: por allí se asoman las montañas, cuya imponencia a lo largo de toda la película plantea un límite y una posibilidad de acontecimientos impensados, cercando un territorio simbólico signado por la soledad y dominado por la naturaleza. 

Si bien es claro que el punto de cruce más radical entre humanos y animales es trabajado en el trasfondo fantástico de la película, es esta mirada des-antropomorfizada que construye y permea los planos más íntimos lo que animaliza al humano y al revés; es la potencialidad emotiva de los gestos y las miradas de y entre los seres que habitan el territorio lo que propone a los animales como sujetos activos de una complejidad interna que los vuelve agentes de socialización. En definitiva, lo que los iguala es que son (somos) seres sintientes. 

3.

Según Nelly Richard (2009) no solo la(s) diferencia(s) sexuale(s) sino también el género, en tanto representación o auto-representación, es el producto de variadas tecnologías sociales -como el cine- y de discursos institucionalizados, de epistemologías y prácticas críticas, tanto como de la vida cotidiana.” (p. 3) En esta línea, la mirada hegemónica hacia las madres -en tanto mujeres- por parte del cine como de otros dispositivos que generan representaciones sociales, se tiñe de los discursos dominantes que objetivan la maternidad como una cuestión biológica y que depende del gestar como algo que simplemente “les pasa”, determinando su rol. 

En Lamb, la maternidad de María se presenta como un ejercicio mucho más cerca de la apropiación y la contingencia del contexto que del instinto, pero redefiniendo la naturaleza de este último sugiriendo que no camina solo ni siquiera en las ovejas. La operación es dialéctica: ni la humana es insensible a lo fáctico de la carne, ni la oveja es incapaz de extrañar o entristecer. 

Con esto, lo característico del punto de vista en la ópera prima de Johannsson es que binomios como naturaleza-cultura, civilización-barbarie y masculino-femenino se desdibujan en la nieve de las montañas para, hacia el final de la película, reordenarlos: las consecuencias del atrevimiento de los humanos de quitarle su herencia a la oveja madre para luego terminar también con su vida serán nefastas. El empleo del género fantástico, el terror folklórico y los efectos especiales configuran una ficción que, al inicio, trastoca los sentidos instituidos de la cultura occidental para luego imponer otro orden a partir del cual se vuelve posible pensar la relación con una naturaleza de la que ya no es posible la extracción indiscriminada de riqueza y felicidad. Porque así como María corre a patadas de la casa a Pétur, el personaje que soporta toda la carga patriarcal del relato -llegando incluso a acosarla en su propia casa compitiendo con su hermano-, será lo que habita y vigila del otro lado de la ventana (o de la cultura) lo que, finalmente, impondrá el castigo mayor. 

Así, tanto en su lenguaje formal como en la trama, Lamb es una película austera pero coherente en su propuesta. Importa a la hora de considerar los sentidos sobre la maternidad porque su operación de reformulación de lo natural, como un bumeran, le pega directo a lo más inamovible de la concepción patriarcal del acto de maternar: “animal” es el término con que se cualifica todo aquello que es desdeñable para el orden civilizatorio, entendiendo que la definición de naturaleza subyacente a esta visión no equivale a otra cosa que pasividad. En ella no hay un hacer consciente por detrás. Gestar, parir, amamantar, cuidar en tanto hechos esencialmente instintivos reciben las propiedades de una naturaleza vista como llana y desprovista de complejidad, emocionalidad y raciocinio. La excusa perfecta para normarla. 

Corremos el riesgo de estancarnos en sistemas de pensamiento totalizantes en un sentido o en otro: el sociologismo de la experiencia es tan peligroso como su extrapolación biológica. Soportar la incomodidad de no encajar en una matriz única implica abrazar lo transitorio de la experiencia, haciendo del devenir de la vida una constante puesta en marcha del acto creativo. En ese sentido, si hay un modo de ser madre y hacer las cosas, quizás la operación que logre aliviar el mar de contradicciones en el que nadamos cada día pueda tomar prestada la práctica de María: hacer de la vida una construcción subjetivada. 

Referencias

Kafka, F. (2019) «Una cruza». En Obras clásicas de siempre. Biblioteca Digital ILCE.
Richard, N. (2009). La crítica feminista como modelo de crítica cultural. Debate feminista, Vol. 40.
Siety, E. (2004). El plano en el origen del cine. España: Ediciones Paidós.

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