Por: Alexandra Vázquez
Sentarse derecha, casi erguida, con la postura de quien sostiene una biblia en la cabeza. El tenedor a la izquierda, el cuchillo y la cuchara hacia el otro lado. No hacer ruido al tomar la sopa. Sonreír siempre. Asistir, no preguntar. Etiqueta y comportamiento ejemplar, sobre todas las cosas. Clara, una mujer afro brasileña, toca el timbre del edificio donde vive Ana. Avisa por el intercomunicador que viene a una entrevista y espera la autorización del guardia. Atraviesa una puerta, luego otra. Le ordenan subirse por atrás, por el ascensor de servicio. Cumple, obedece, sigue las órdenes. Su visita inesperada confunde a Ana, una mujer de clase alta embarazada de un par de meses. No tenía cómo avisarle, argumenta Clara. Ana le recibe igual, a pesar del currículum laboral paupérrimo de Clara en comparación con la anterior candidata. Cuando todo parece perdido, entre miradas compasivas e incómodas, Ana sufre de un espasmo súbito. Sin dudar, Clara suelta su cartera y se coloca detrás de ella. Sujeta sus brazos y presiona sus hombros. Le sostiene. Le dice que respire hondo. El contacto es íntimo, la cercanía entre ambas esconde sus diferencias. El dolor merma, la agitación disminuye. Y Clara obtiene el trabajo.
El inicio de Los buenos modales (As Boas Maneiras, Juliana Rojas y Marco Dutra, 2017) establece el antagonismo extremo entre ambas mujeres: por un lado Ana, blanca y adinerada, y por el otro, Clara, negra y de bajos recursos. Clara empieza a trabajar para Ana, ayudándola con los quehaceres domésticos, preparando la habitación del hije aún no nacide, cocinando para ella sin preocupación más que llegar a fin de mes y poder pagar su renta. Pero a medida que avanza el complicado embarazo de Ana, y su comportamiento se torna aún más inquietante, su relación va adquiriendo otros tintes, borroneando las fronteras que antes las separaban. Con los episodios de sonambulismo de Ana, y el atento cuidado de Clara, lo subversivo irrumpe. Cuando lo socialmente aceptado se ve alterado, los pisos inmaculados se ensucian, las sábanas se manchan de sangre y la noche copta el día. Atentar contra los buenos modales tiene su condena.
Los buenos modales es una película de comportamientos incómodos – al menos ante los ojos de quienes juzgan- y de castigos que recaen sobre sus protagonistas cuando ellas evaden el orden moral establecido. A tres pecados, tres maldiciones consecuentes e irreversibles. La concepción del hije que espera Ana, fruto de una aventura de una noche, condena a la mujer a engendrar una criatura-monstruo, como si la fuente de todo mal acaecido sobre ella fuera culpa de aquel encuentro prohibido. En los edificios impolutos de Sao Paulo, la sexualidad femenina debe estar contenida, ya sea en un espacio o con la presencia de una figura masculina-paternal, es decir un marido o un futuro padre. Une hije bastarde es una vergüenza, y el precio que Ana paga es su marginalización. Su familia la ignora, su compromiso se deshace, y sus amigas la evitan, como si portara en su vientre una enfermedad contagiosa. En las esferas económicas y sociales donde Ana transita, una relación extramatrimonial y una paternidad ausente son síntomas de un comportamiento indecoroso. El día de su cumpleaños, Ana se emborracha y baila sola, hasta que llega Clara y la embarazada encuentra un hombro sobre el cual recostarse.

El rechazo del mundo exterior las confina al departamento. Una noche, Ana revuelve la heladera buscando algo que comer. Cuando Clara acude a su auxilio, Ana le sujeta con fuerza. Sus ojos, ahora amarillos, encienden sus facciones, como si estuviera poseída por alguna fuerza externa. Ana hunde sus uñas sobre los brazos de Clara. Huele su piel, lame su pecho, y busca su boca como un animal famélico. El beso pronto escala en exasperación, hasta que Ana muerde el labio de Clara y corta su boca. Al día siguiente, Clara esconde sus heridas, pero también empieza a llevar un registro de los eventos paranormales de Ana. Y es aquí, algunos días después, cuando Ana buscará de nuevo el cuerpo de Clara, esta vez despierta y consciente. El segundo pecado, una relación lésbica. Mientras alcanzan el orgasmo, con el hije en el vientre entre ambos cuerpos desnudos, las mujeres sonríen en éxtasis. Los límites que las separan se transgreden por completo. Ellas se toman de la mano en la cita con el ecógrafo, escuchan juntas los latidos que resuenan de la pantalla. Clara le regala un libro de nombres de bebés a Ana, se corta su mano y le da de comer su propia sangre. El embarazo solitario de Ana, marginada por su propio entorno familiar, muta a otra cosa, un capullo alejado del bullicio externo. Pero el idilio dura poco, muy poco. El acercamiento implica el horror y la desgracia, pues aquí la maternidad queer es una aberración.

Varios años más tarde, Clara y Joel (hijo biológico de Ana) habitan en un modesto departamento en las afueras de la ciudad. Clara ha encontrado la manera de contener, al menos temporalmente, la transformación de su hijo. En los días de luna llena, ella encierra al niño en un cuartito hermético donde nadie puede oírlo ni verlo. Al día siguiente, la madre borra las evidencias de la metamorfosis de Joel. Le corta las uñas, le depila el vello del cuerpo, le prepara un tupper con verduras hervidas. Clara adopta la figura de madre abnegada, esconde su duelo y se sacrifica para ajustarse a un modelo de mujer-madre ideal dentro de su propia estructura social. Su relación con Ana permanece un secreto, al igual que cualquier otra relación sexo-afectiva que pudiera entablar pasa a un segundo plano. En contrapartida, el miedo al fracaso, de portar la etiqueta de una maternidad fallida condiciona sus acciones. Pero es solo una cuestión de tiempo, una vez más, para que el pequeño lobizón empiece a evidenciar en público su transición. Y aquí, el tercer y último pecado: cuando Joel adopta los comportamientos de un hombre lobo, su presencia en el mundo humano es inaceptable; ambos seres no pueden congeniar. Cuando lo que ocurre en privado, sucede en un espacio público, un centro comercial, las consecuencias son fatales. Con la luna llena corre sangre. El barrio se levanta para linchar al niño, a sus ojos un ser anormal. Lo distinto genera miedo, odio, y violencia. Lo divergente, lo inclasificable, lo queer debe ser purgado. En Los buenos modales, la sexualidad femenina, la maternidad queer y les hijes trans son los monstruos de su tiempo, sobre todo cuando sobrepujan las barreras sociales y raciales. Mejor sonreir, aceptar, y no mezclarse. Respetar los linderos físicos y corporales; esconderse. Cuando todo parece perdido, Clara acepta su condena y la de su hijo. Madre e hijo se dan la mano para enfrentarse a la turba enfadada. Me gustaría pensar que sobreviven el enfrentamiento, o que entre la muchedumbre alguien baje las armas, como la amiga de Joel que se aparta de la manada. Me gustaría pensar en mundos posibles donde las reglas de etiqueta nada importan, donde los códigos genéticos no se impregnen como maldiciones sobre el cuerpo. Por de pronto, me siento derecha.