Por: Candelaria Carreño
Mi mamá no es una cinéfila acérrima, de hecho le cuesta encontrar tiempo para sentarse a ver una película. Sin embargo, conmigo, se deja llevar. Me gusta programar películas para ella. Los veranos en que puedo escaparme a visitarla en la ciudad donde nací, suelo armar un compendio de films para ver juntas. Elijo las que pueden gustarle. Me gusta recomendar películas, pero más me gusta ver la emoción que les produce a otros cuando las ven. Espero las escenas finales, y ansiosa, quedo atenta a sus reacciones y comentarios. Un poco me duele cuando no las reciben con la misma intensidad y emoción que me produjeron a mí, y otras veces me devuelven análisis que me dejan pensando aún más sobre cosas que daba por hecho. Pero, por alguna razón, todas esas recepciones se acrecientan cuando la que mira es mi mamá.
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El último film de Céline Sciamma, Pequeña Mamá (Petite Maman, 2021) tiene la grandeza de filmar la complejidad genuina de lo simple, y lo logra gracias a la implacable destreza de la cineasta francesa. La austeridad con la que Sciamma filma la historia, la precisión milimétrica con la que compone sus planos, la alejan de todo lugar común, en una trama que, si bien es original, podría caer en los lugares más trillados y falsamente melancólicos. Pequeña mamá es un poema audiovisual de apenas una hora de duración, donde los duelos, las maternidades y las herencias familiares se presentan en una casona ubicada en un bosque algo mágico, el mismo que permite que los tiempos se alteren, y que, finalmente, Nelly (Joséphine Sanz), quien se llama así por su bisabuela, conozca a Marion (Gabrielle Sanz), su mamá, de pequeña. En realidad Nelly ya conoce a Marion (Nina Meurisse), solo que esta vez conocerá esa faceta que toda hija solo puede imaginar: ¿Cómo era mi mamá de niña? ¿A qué jugaba? ¿Mi abuela le leía cuentos? ¿Mis tíos jugaban con ella? ¿Cómo atravesó procesos de duelo? Sciamma une estos tiempos dispares y nos regala planos que nos permiten imaginar –con todo el poder de esa palabra– la cotidianeidad de esos tiempos.
Sin embargo no todo es color de rosa. Las romantizaciones de las infancias son parte, también, del mundo adultocéntrico, una forma más de invisibilizar ciertas miradas y deslegitimarlas, convirtiendo a niños y niñas en cuerpos feminizados. Pequeña Mamá inicia con la muerte de la abuela (Mariot Abascal) de Nelly. Para darnos a entender esta situación, vemos a la pequeña protagonista decir adiós a las distintas habitantes de un hogar de ancianos. Sabemos, escenas más tarde cuando se encuentra con su familia ayudando a limpiar la casa de su abuela, que no pudo despedirse de ella como le hubiera gustado, situación que le genera mucha angustia. Por suerte, el jardín y terreno donde vivía, que es también la casa de la infancia de su mamá, es grande y le permite jugar. Allí, una tarde, Nelly encuentra en el bosque del fondo de la casa, a la pequeña Marion, que está construyendo una choza. Juegan juntas, la pasan bien, la amistad comienza a crecer. En este punto, el registro de lo fantasmal ronda en Pequeña Mamá, quizás como una manera de resolver esas despedidas que quedan atragantadas, que no pueden terminar de realizarse. En el momento en que Nelly se dirige a la casa de Marion, comienza a atar cabos, y se da cuenta que algo sucede: es la misma casa en la que vivió su abuela, donde ella actualmente se encuentra. A modo de un retorno casi espectral, cuando los cruces temporales suceden, el bastón que indefectiblemente marca la renguera que aqueja a las mujeres de la familia (incluidas las pequeñas protagonistas) nos entrega cada vez más indicios de que la adulta que se hace presente en la casa, efectivamente, es su abuela recientemente fallecida, pero joven. Confirmamos el lazo filial de las dos pequeñas al hacerse presente la figura materna quien, al escuchar el nombre de Nelly, comenta al pasar que así también se llamaba su propia madre. El asombro, y de alguna manera también el miedo, que desandan esta verdad no acontece con el resultado de la aparición del fantasma que reclama, sino más bien, del que comprende.

El miedo no prevalece, y la posibilidad de aceptar aquella paradoja temporal como real, sucede desde el punto de vista de dos niñas que juegan en el bosque y construyen una choza con ramas y hojas secas –la paleta otoñal de la película es un gran acierto–, actúan de ser adultas, experimentan en la cocina: saben que no tienen mucho tiempos y no lo pierden preguntando el por qué. Más bien disfrutan de esos días que les quedan. El cumpleaños de Marion se avecina, junto con la operación de su rodilla. Una vez que el papá de Nelly termine de ordenar la casa de la abuela, se irán de aquel lugar. La Marion adulta, quizás ante la dificultad de encontrarse con ella misma de niña, de no comprender lo que la excede, de huir ante la angustia de despedir finalmente a su madre y su casa, con el resabio de la sabiduría de quienes ya vivieron, y con la suspicacia de saltear alguna suerte de paradoja temporal, sin la necesidad de que la ciencia ficción se asome en el film, se aleja. Solo volverá una vez que tenga la certeza de que Nelly, finalmente, se haya despedido. Una paternidad que acompaña y deja ser, casi trasladada a un segundo plano –no es tan fácil darse cuenta que el rubio que pregunta y acompaña en la cocina a la pequeña Nelly es, efectivamente, su padre (Stéphane Varupenne)– pone en evidencia las relaciones en las que el film hace foco. La manera en que se acompañan durante el proceso de duelo, completan el círculo. Hay dos abrazos que trasponen en imágenes estas compañías y la poesía audiovisual en Pequeña Mamá se hace presente. Uno es el plano en que las pequeñas Marion y Nelly se despiden cuando saben que ya no van a volver a encontrarse siendo pequeñas. En ese abrazo también se conjugan las palabras que la Marion adulta le dice a Nelly, cuando la pequeña angustiada, le cuenta que no supo despedirse de la abuela como quería. La madre le pregunta ¿Cómo te hubiera gustado despedirte? De manera anticipatoria, el mismo plano se va a repetir en el film, pero ya tuvo sus viajes temporales pasados. El trasvasamiento generacional, de madres, hijas y abuelas que encuentran las maneras de acompañarse y decirse adiós, es la línea transversal que modula los vínculos y la manera en que se desarrolla la historia. Una hija-amiga pequeña que acompaña, cuida y hace compañía a su amiga-mamá pequeña que la necesita. Los roles se subvierten y resquebrajan sin romperse, sino que fluctúan y se recomponen a medida que avanza el tiempo, y la historia.

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Cuando terminé de ver Pequeña Mamá, no dudé en incluirla dentro del futuro compendio de films amontonados en un pendrive que compartiría con mi mamá. Si bien la película le gustó, no estuvo entre sus preferidas de mi selección del último verano. Yo sigo pensando en cómo sería mi mamá de niña, y la imagino con el peinado, la ropa y la fisonomía que las fotos un poco amarillentas me devuelven de su infancia. La película también me dejó pensando en algunos momentos de mi niñez. Pero sobre todo, de mi infancia y el cine. Mi memoria me devuelve a las noches en que, con mi abuela, alquilábamos una película en el videoclub. El plan era quedarnos a dormir en su casa con mi prima, y, cuando mi abuelo se iba a acostar – se escuchaba, a lo lejos, las películas de tiros y acción que le gustaba mirar por Space en la habitación, volumen que se acrecentaba a medida que pasaban los años y cada vez oía menos– armabamos el ritual. Té de manzanilla, algún chocolate, levantar la mantita blanca tejida que cobijaba la videocasetera debajo de la tele, meter el VHS, el inolvidable jingle inicial de Gativideo, y a mirar la película. Mi abuela se calzaba dos agujas de tejer. Aún puedo escuchar el golpecito de las agujas, que ella movía de manera cuasi automática, robotizada. Nunca supimos cómo podía seguir a la perfección la trama de la película y tejer, pero hacía las dos cosas a la vez. La condición era que alquilabamos una película nosotras –alguna que otra infantil, o proto adolescente, recuerdo Harriet la espía (1996, Bronwen Hughes) como una de mis favoritas– y otra elegía mi abuela, seguramente alguna comedia romántica, no muy subida de tono, porque mirábamos ambas películas. Es decir, elegíamos, también, nuestra propia programación. Pienso en la posible conexión entre esas noches y la costumbre posterior de ir al videoclub y empezar a armarme yo mi propia lista, ya en la adolescencia, luego en la adultez con accesos a lo digital. Hay una escena de Pequeña Mamá, en la que Nelly y Marion pequeñas inventan roles polidramáticos y telenovelescos al extremo, escribiendo previamente los personajes que interpretarán en sus propias micro dramaturgias. En este caso, la historia de una pareja que se reencuentra con la intención de fugarse a Nueva York. En ese encuentro, la mujer le confiesa que tuvo un hijo con él. Las pequeñas, vestidas como mini adultas, juegan a ser madres-padres. Quizás también augurando los futuros deseos de cada una. Con el paso de los años, mi propio deseo de maternar empieza a ser una pregunta cada vez más acechante. Aún no tengo claro si quiero ser madre. Pero, pienso, si hay algún momento de mi infancia, que elegiría compartir con mi futura pequeña hija, en el ranking estaría, seguramente, las noches de cine ritual, compartidas con mi abuela.