La maternidad no es (nuestro) destino

Por: Paulina Vázquez

Como todos los huéspedes mi hijo me estorbaba 

ocupando un lugar que era mi lugar, 

existiendo a deshora, 

haciéndome partir en dos cada bocado. 

Fea, enferma, aburrida, 

lo sentía crecer a mis expensas, 

robarle su color a mi sangre, añadir 

un peso y un volumen clandestinos 

a mi modo de estar sobre la tierra. 

Su cuerpo me pidió nacer, cederle el paso, 

darle un sitio en el mundo, 

la provisión de tiempo necesaria a su historia. 

Consentí. Y por la herida en que partió, por esa 

hemorragia de su desprendimiento 

se fue también lo último que tuve 

de soledad, de yo mirando tras de un vidrio. 

Quedé abierta, ofrecida 

a las visitaciones, al viento, a la presencia. 

-Rosario Castellanos1 

Tener un cuerpo con ojos, manos o piernas no implica que automáticamente éste o sus partes sean funcionales. Muchas veces las herramientas que tenemos para estar y experimentar el mundo, ya sean los sentidos o las extremidades, pueden nacer o ser atrofiadas como una consecuencia de la vida. El cuerpo se acostumbra a lo que la mente disponga, así como podemos elegir dietas específicas, pasatiempos y pensamientos, en el ámbito reproductivo (en teoría) podemos elegir -aquellas personas con capacidad gestante- si deseamos o no procrear. 

¿Qué tanto se puede opinar al respecto de la maternidad si uno no ha maternado? Para empezar, podemos opinar con base en la experiencia que como hijas hemos tenido. Más allá de juzgar la manera en que se nos proporcionaron cuidados y atenciones, o incluso de haber sido deseadas, o no, el mismo acto de crianza,

esfuerzo y tiempo que implica ser madre, permite vislumbrar a través de la experiencia ajena que no se trata de una tarea del todo natural o armoniosa.2 

Someter al cuerpo de una persona a un cambio radical en su composición para incubar otro ser, que incluso después de nacido requiere de él para continuar alimentándose y prosperar -poniendo muchas veces en riesgo el bienestar general y la vida de las madres-. Esta parece ser una hipótesis planteada desde la ciencia ficción, a pesar de que generalmente el panorama que se nos ofrece al respecto señala que ser mamá es un privilegio abnegado al que debemos aspirar si menstruamos y/o poseemos un vientre fértil. 

En el cine, las madres han sido mayormente uniformadas por la mirada masculina, sabemos de memoria como deben ser, actuar, vestir y pensar. Incluso las chick flicks llevadas a sus últimas consecuencias sugieren de muchas maneras el camino que nos debe llevar a ese destino final. Pensemos por ejemplo en El diario de Bridget Jones (2001) protagonizado por la actriz estaounidense Renée Zellweger. Si bien las dos primeras entregas de esta trilogía se enfocan en el deseo y pesquisas de una mujer adulta por tener una pareja ideal y abandonar para siempre su criticada soltería, (el epítome del amor romántico), en la última entrega El bebé de Bridget Jones (2016), se procura darle un cierre “digno” a la historia con un final donde el matrimonio y un bebé coronan la historia de su protagonista y así es como finalmente logra justificar su existencia. 

Finales felices así abundan, el objetivo de una historia romántica no solo es casarse y gozar de la compañía mutua, sino procrear. Dar la bienvenida a un nuevo ser que emerja de la unión amorosa de una pareja heterosexual que ha vencido los percances cotidianos y los prejuicios sociales para consumar su amor. Tener hijos, dentro de este horizonte simbólico, es la alegoría que representa el éxito de la pareja, la prueba perpetua de su unión y el valor agregado que asegura la institución familiar. Como puede inferirse, estas narrativas se han adaptado a los giros de la sociedad, incluyendo la sexualidad de las mujeres a través de personajes que discretamente se encuentran en un tránsito liminal hacia la maternidad.

Pienso por ejemplo en dos sagas literarias llevadas a la pantalla para el consumo de un público femenino joven: por un lado están los cinco filmes de la saga Crepúsculo (2008), y por el otro tenemos las tres producciones de 50 sombras de Gray (2015) dirigidas por la directora fotógrafa y artista visual británica Sam Taylor-Wood. A primera vista, no comparten muchas similitudes temáticas debido a la fina línea que dibuja la fantasía vampírica, y que ambas historias salieron del imaginario de dos autoras anglosajonas (Stephenie Meyer y E. L. James respectivamente); sin embargo, al observar con detenimiento podemos percatarnos de los muchos elementos que las vinculan. 

Ambas narrativas ubican a sus personajes principales dentro del tropos de la chica tímida, desaliñada y amante de la lectura que repentinamente vuelca su vida para orbitar la existencia de un hombre torturado y misterioso al que debe salvar con su amor, entregar su “virginidad” y estar por y para él contra viento y marea a pesar de que el sujeto represente un riesgo para su propio bienestar. Su arco dramático culmina en asumir dignamente su estamento, es decir, ser las madres (esposas) cuidadoras que procuren no solo a sus hijos sino a sus maridos torturados y reformados para siempre

Esta es la gran promesa del amor romántico: el trabajo y la condena de maternar y ejercer a perpetuidad el arcaico rol de género. Esto no supone ninguna gran revelación, no obstante, evidencia como incluso en pleno siglo XXI las narrativas se han adaptado a los mismos fines que han sostenido al sistema capitalista y heteropatriarcal desde siempre, solo que ahora se maquillan con escenas que incorporan la supuesta liberación sexual de la mujer en la pantalla. 

En tal sentido, mencionar dichas producciones propias de la cultura mainstream responde a señalar la predominancia hegemónica de las ideas que se lanzan hacia el público y que muchas veces moldea la idea que este se forma de la realidad. En aciago contraste debido a su menor distribución, desde hace algunas décadas existen filmes que brindan otra cara de la maternidad y desmenuzan con precisión las condiciones en las que esta se experimenta en diferentes latitudes.


Un ejemplo entre muchos, es el trabajo de la directora mexicana María Novaro, quién a finales de los ochentas comenzó a indagar sobre el tema en cuestión desde un ángulo diferente. Lola (1989), si bien no está planteada desde una mirada feminista per se, sí se ubica dentro una postura que politiza la vida cotidina y la expone en un cine que pretende vincularse más estrechamente con su público. 

Lola (interpretada por Leticia Huijara) es una mujer joven que vive con su hija en un pequeño departamento en alguna parte de Ciudad de México. Lola espera las visitas esporádicas del papá de la niña, quién como buen representante de su género, se deslinda de sus responsabilidades para perseguir el éxito profesional en el mundo de la música. Ella se sostiene como vendedora ambulante y, al estar ante la inminente ruptura de su relación de pareja, se enfrenta con la obligación que implica llevar una casa, cuidar a la pequeña Ana e incluso el propio desafío de estar presente para ella misma.

Sucede pues, que comenzamos a digerir la idea de una madre que ama, sí, pero que también duda, comete errores y es una persona que vive y reacciona a su situación inmediata. Busca por sí misma las respuestas a sus dudas hasta que las encuentra. Se pinta entonces a un ser humano más allá de su propia condición de mujer y se desarrolla con franqueza una historia frente a la cámara que permite al público reflejarse en ella. 

Del mismo modo y acercándonos a un cine reciente, tenemos ejemplos que abordan el tema desde trincheras similares, tal es el caso de Alanis (2017) dirigida por la productora y la directora argentina Anahí Berneri, donde se expone la vida de una trabajadora sexual y joven madre soltera en la ciudad de Buenos Aires. La complicada realidad que enfrenta la protagonista pone sobre la mesa la complejidad que implica asumir el rol de materno para las mujeres que viven en condiciones de vulnerabilidad constante en las calles e incluso de dimensionar las dificultades que supone un acto tan aparentemente elemental como lo es amamantar. 

La disposición y el compromiso de ver por el bienestar de un pequeño ser humano a largo plazo depende de las posibilidades que el contexto permita. En el caso de Alanis, ganarse la vida como trabajadora sexual, entorpece en extremo su

capacidad de crianza y la pone a ella misma en una situación de mayor riesgo. La reflexión que arroja nos indica lo obvio: no basta el amor, ni las ganas que una tenga de maternar, hay muchos otros factores que nos cruzan y que muchas veces sobrepasan nuestro alcance. 

Es entonces, cuando este contraste entre maternidades que se nos ofrece en pantallas explota en los rostros de quienes nos encontramos ante la posibilidad de desempeñar o no la ardua tarea. La elección no puede ni debe ser condenada pero sí ponderada. Ser fértiles, tener mamas y llegar a poseer la capacidad biológica y/o ontológica de engendrar no significa que ese sea nuestro deber, mucho menos nuestro destino. El tema requiere replantear una perspectiva más realista que comprenda el fenómeno como una elección que debe sujetarse al libre albedrío de las personas poseedoras de cuerpos gestantes y de las condiciones específicas de cada cuál. 

Se requiere poner en nuestros propios términos nuestros deseos. Ya no solo para cuestionar los códigos de representación convencionales, sino para ofrecer y desbloquear nuevos panoramas posibles dentro de los nuevos ordenamientos sociales que poco a poco se abren paso en el día a día. La utopía en el horizonte no solo existe para avanzar hacia ella, sino para irla construyendo en el camino. 

1 Castellanos, R. 1ª ed. Obras, II. Poesía, teatro y ensayo, México: Fondo de Cultura Económica, 1998. 
2 De Beuvoir, S. 1ª ed. El segundo sexo, Madrid, España: Cátedra, 1949.

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