DOSSIER #00 – Por Valentina Vignardi
Al comienzo de Las mil y una, Iris se abre paso tímida y cabizbaja por las Mil Viviendas, un barrio correntino compuesto por edificios y precarias casillas. Su pelota de básquet rebota contra el cemento del piso mientras pasea esquivando indeseados piropos de vecinos, hasta vislumbrar a lo lejos una figura desconocida que se mueve envuelta en un halo de cancherismo. Short corto, apretado, riñonera. Sus rulos van peinados de manera descuidada y de su nuca cuelga una trenza larga y fina, que llega casi hasta el ombligo. Inaccesible, atractiva, chonga fatal, es lo más. La desconocida se llama Renata y vuelve al barrio luego de un tiempo de ausencia. En el barrio es re conocida y todos saben que tiene sida, pero para Iris, a quien se le aconseja tener cuidado con ella, dicho avistamiento resulta un flechazo instantáneo y torpemente genera un primer acercamiento. Así comienza, a paso incierto, la historia de amor a la que el film nos convoca durante dos horas.
El romance crece —lenta y torpemente— como un árbol cuyas raíces rompen las veredas: indeseadas, inoportunas y molestas. Se encuentran por el barrio y caminan, intentan acercarse más escondiéndose furtivas en terrazas y escaleras ajenas, en recovecos más oscuros, a veces mientras alguien les hace de campana. Clarisa Navas, la directora y guionista de la película, filma atenta la intimidad y el deseo que entre las dos nace y el afecto que, sólo a cuentagotas les es posible darse al tener lugar su historia en un contexto un tanto represivo para su desarrollo. Un beso en el cachete arriba de un colectivo, un dedo índice que toca la panza de la otra para luego tirar de su remera y llevarla hacia sí, un abrazo interrumpido al ser echadas de un lugar, y, finalmente, un primer beso a la luz del día, corto y accidentado por el pudor. Los laberintos que las albergan poco hacen por preservarlas y pronto son objeto de nuevos chismes mientras otros viejos resurgen producto de prejuicios. La imagen de dos tortas es molesta a la vista.
Aún así, no hay villanos sentados en el banquillo de acusados ni víctimas sufrientes, y de cada plano secuencia emana una cierta calidez con la que la directora se aproxima a retratar los varios escenarios y paisajes que componen Las Mil. Escucha atenta a los sonidos de las músicas populares, la sirena de los patrulleros, las conversaciones y cuchicheos, algunos más o menos inocentes; observa lo que sucede alrededor y hasta lo deja irrumpir en escena. Navas construye un ecosistema que funciona con sus contradicciones, dentro del cual sus protagonistas están inscritas a pesar de su otredad y su diferencia. La tarjeta roja es guardada para otros actores políticos que no se presentan en escena («estos chetos con derecho a cuidarse y tener salud»).
Dice Susan Buck-Morss que «las imágenes del deseo no liberan directamente a la humanidad. Pero son vitales para ese proceso»1.
Las mil y una deja una huella, el registro de una resistencia queer al centro de la periferia. Una resistencia que (y acá quizás peque yo de romántica o ingenua) lo es porque existe negándose a ser patologizada, fetichizada; porque sabe, como Renata, que tiene mucha vida por delante, soporta llevar la marca de la otredad y le pone el pecho al oprobio. Que resiste al sentir y concretar su deseo, a buscarlo y encontrarlo, como Iris y Renata durante un acotado período de tiempo.
Clarisa Navas se desplaza geográfica y políticamente de escenarios y representaciones hegemónicas que en la industria cinematográfica —y el arte en general— tanto abundan. Si dicen que la vida se parece al cine, acá el cine se parece a nuestra vida, y las caras en sus fotogramas son en realidad las nuestras.Evoca a quienes andan a duras penas por los intersticios de esta tierra, en lugares y situaciones concretas que condicionan sus vivencias corporales y sexuales. Exhibe los confines de nuestro mundo a la vez que abre una ventana hacia otro universo simbólico. Elabora imágenes nuevas desde una perspectiva gentil, atenta y afectuosa, de las cuales se desprende una trama de relaciones de dominación y deseo. Las mil y una es resistencia a la violencia de las imágenes y la de este mundo. Porque tenemos mucha vida por delante.
Notas
1Susan Buck-Morss (2001), Dialéctica de la mirada. Walter Benjamin y el proyecto de los Pasajes, Madrid, La balsa de la Medusa, p. 138.
Este texto fue publicado originalmente el 20 de noviembre de 2020 en Las veredas.