Por Andrea Salvatore
El viaje de Morvern (Morvern Callar, Lynne Ramsay, 2002) empieza con una pareja acostada
en el piso. Solo vemos la cara de la protagonista, Morvern (Samantha Morton), que aparece y
desaparece iluminada intermitentemente por las luces de un árbol de navidad. Ella acaricia el
brazo de alguien con cortes en la muñeca, él está muerto.
“Mi novela está en el disco, imprimila y enviala al primer editor de la lista, si no la aceptan
probá con el siguiente. La escribí para vos”.
El novio de Morvern antes de suicidarse le deja esa nota, dinero en el banco para costear su
funeral y un casette con música elegida especialmente para ella. El cuerpo queda tirado en el
living de la casa en el mismo lugar en el que lo encontró mientras se baña, maquilla, se viste y
sale de fiesta con su mejor amiga. Al otro día borra el nombre de su novio de la novela que
escribió y lo cambia por el suyo.
Como muchos de los que pasamos nuestra adolescencia después de los años 2000 gran parte de
nuestra educación cinematográfica fue gracias a I-sat. Era el espacio en donde podíamos ver una
programación que se corría un poco de lo que ofrecían otros canales, lo que llamábamos cine
indie.
Ahí fue dónde vi por primera vez esta película de Lynne Ramsay donde lo que más me fascino
fue su protagonista. Mérito absoluto de la actuación de Samantha Morton quién, en una hora y
media, pasa por un sinfín de emociones: apatía, placer, desconsuelo. Lo que me impactó fue
observar a un personaje que se encuentra en una situación en la que se supone hay que seguir una
serie de rigurosos pasos pero ella no lo hace.
Básicamente es una chica que hace lo que quiere y no lo que tiene que hacer.
No le cuenta a nadie que su novio está muerto, se apropia de la novela y la envía a una editorial
para publicarla bajo su nombre, agarra el dinero y se va a España con su amiga.
Nunca me costó no juzgar las acciones de este personaje, quizás porque algunas escenas tienen
una pizca de realismo mágico que parece aludir a metáforas más que a hechos reales. Sí,
pareciera que Morvern descuartiza el cuerpo de su novio en la bañera mientras escucha “Im
sticking with you” de la Velvet Underground en bombacha y con lentes de sol pero es difícil que
pueda realizarlo en tan poco tiempo, cargarlo en una mochila y enterrarlo con una pala
pequeñísima.
Acepto la extrañeza de Morvern y sus decisiones sin añadirle ningún valor moral porque más que
una ficción sobre deshacerse de un cuerpo y apropiarse de un trabajo ajeno la pienso como una
historia sobre ir encontrando la identidad propia con las herramientas que tenés más a mano.
El viaje real de Morvern comienza mucho antes de subirse a un avión, cuando en las primeras
escenas de la película el hallazgo del cuerpo sin vida del novio le da la posibilidad de alejarse de
la rutina y de su monótono trabajo en un supermercado. En oposición al cadáver que luego deja
atrás, se pone en movimiento.
En este intento por reafirmar que ella sí está viva recorre junto a su amiga Lana un país diferente,
conocen gente y nuevos paisajes, van a fiestas, se pierden y se desencuentran. Lana se maneja
como un turista y aprovecha la oportunidad momentánea para pasarla bien, Morvern, en cambio,
está construyéndose a sí misma y no se puede quedar quieta. A mitad del viaje la abandona.
Cuando vuelve a su casa se reencuentra con Lana y ante la propuesta de volver a irse juntas esta
última le pide que deje de soñar, porque en definitiva se va a encontrar con la misma basura a
dónde sea que vaya, ella por lo menos es feliz en donde está.
Pero Morvern no se conforma con ese tipo de vida estática que representan su novio y su amiga,
a ambos los tiene que dejar atrás. Esta vez la travesía para encontrarse a sí misma la tiene que
hacer sola. Apenas cobra el cheque que le ofrecen por el libro que no escribió, arma su valija,
cierra la puerta con llave y se embarca en una nueva búsqueda para seguir armando de a pedazos
a la Morvern Callar que quiere ser.