Un nombre, un cumpleaños y una edad, sobre Cuartito Rosa (1991)

 Margarita
el 16 de noviembre del 73
17 años. 

Un nombre, un cumpleaños y una edad. Estas tres respuestas son las que inauguran el entramado de Cuartito Rosa (1991), obra y contracampo de lo explorado previamente por Sergio Navarro, en el título Caminito al Cielo (1989). Ambos documentales se traducen como indagaciones videográficas a un grupo de jóvenes pertenecientes a dos poblaciones de Santiago. Si bien lxs realizadores no están registrando la experiencia material de la pobreza, el dispositivo de su seguimiento circunscribe el contexto político sin reducir la potencia de lo que tiene lugar.

De forma concreta, la pieza que lleva por título Cuartito Rosa (1991) enhebra edades maternales de un grupo hijas e hijas-madres, cuyos testimonios van propugnando una identidad de lo propiamente femenino que iguala el deseo, el consentimiento sexual y la fertilidad. En otras palabras, en dichos testimonios damos con que no hay diferenciación alguna entre estos tres aspectos, con lo cual, la maternidad se instala como circunstancia y no como voluntad. Desde los relatos, la película une diferentes visiones de lo qué es maternar, obliterando la imagen pueril con la que se suele representar a las infancias femeninas. En sí, la película engarza –desde las propias vivencias– las trayectorias de las madres y de las hijas, cruzando la no presencia del padre como figura o elemento constitutivo de la crianza.

Desde lo que la obra arroja, insistiré en que el inicio –las respuestas de Margarita– son un centro que une todo el tejido coral de la obra. Esto último lo pienso asociando la imagen de una k’isa en una talega, en relación con lo que Verónica Cereceda reconoce como centro y unión. Más allá de hacer reapropiaciones semiológicas, me instalo desde esta imagen de centro (K’isa) bajo la conjetura de que la película también es un tejido que pone en evidencia el lugar de su centro a través de la escucha de sus testimonios. Para estos efectos, la idea de tejido, y específicamente su centro-unión, tiene por objetivo hacer palpable lo que se va calcando en las infancias que aparecen a lo largo de la película.

Una primera cosa es lo esbozado por Barbara Zecchi en La Pantalla Sexuada (Cátedra, 2014), específicamente en el capítulo relativo al Cuerpo. En él, la autora enfatiza que el campo de batalla es el cuerpo embarazado, cuerpo que hace patente las fronteras políticas en la dimensión reproductiva. Una vez que hace recuento sobre la negativa de la maternidad –primeras olas del feminismo– Zecchi puntualiza en la figura de la ausencia respecto al hombre, a propósito de la incapacidad de las masculinidades cis de no participar en términos igualitarios en la dimensión gestante-reproductiva. En concordancia a esto último, Zecchi insiste en que la ausencia traducida en incapacidad, traduce a su vez, la proyección de ambigüedades en el cuerpo que sí gesta, con el objetivo último de gobernarlo en base a una imagen de sociedad específica. Aquí la autora puntualiza en lo señalado por la antropóloga Mary Douglas en torno a la idea de que el cuerpo es un sistema de símbolos, mediante el cual, se reproducen cuestiones metafóricas y categorías sociales, en la medida en que se configuren o actualicen los sistemas vigentes. Entonces si la imagen de sociedad se encuentra atascada por una fuerza específica, Douglas enfatiza que la misma reforzará desde su afuera las condiciones de su adentro.

Siguiendo con lo anterior, la consigna icónica de Barbara Kruger «Your body is a battleground» no solo apresta a la idea de frontera política que entrega Zecchi, al mismo tiempo nos permite profundizar en determinados aspectos que traslucen el andar de las protagonistas de Cuartito Rosa, en lo relativo al traspaso –forzoso– al binomio de la adultez/sexualidad. Si tenemos presente la imagen de sociedad que la película integra como experiencia, damos con el hecho de que las fronteras del cuerpo son difusas, en tanto no se reconocen primeramente como infancias, sino como mujeres y como futuras madres, desde un arsenal de prácticas articuladas por un centro soberano que determina –desde afuera– las condiciones corporales, es decir, sus adentros. 


Con esto, vale puntualizar que la película ubica las líneas gobernantes desde lo vivencial-testimonial dejando en evidencia las no fronteras de las corporalidades femeninas, a la vez que ilustra el orden de sentido que iguala sexualidad con capacidad reproductiva, sin distinción entre deseo y fertilidad. En la misma línea, vale situar el contexto de Cuartito Rosa con el eco de variables que recalaron fuerte en el advenimiento posdictatorial en Chile. Sin ir más lejos, la penalización del aborto y la ausencia de políticas que pudieran amparar a las niñas madres de clases populares nos permiten la tridimensionalidad de los relatos documentados, su sola transparencia. 

Y si no hay fronteras concretas, hay ambigüedades. Resulta esclarecedor formular esta idea al lado de la escena en la que un grupo de niñas hablan de padres que no conocen y padres que no las reconocieron al nacer; en el deseo por sumar la pieza ausente del núcleo familiar, alguna de ellas antepone la redención y el perdón con el solo hecho de verlo o conocerlo, aunque sea una vez. Pienso que estos lugares de la herida, además de hacer palpable la no frontera de sus cuerpos, inscriben el abandono como un elemento que oscila en diferentes direcciones. Ahí donde no hay límites de la fertilidad y la infancia, tampoco hay decisión sobre las vidas que vienen o pueden venir. Igualmente, ahí donde reconocen y señalan la ausencia, pareciera que también se proyecta el mandato del padre desde la herida, herida que reinscribe el contexto como abandono y como parte de la experiencia cotidiana entorno a la construcción de una memoria colectiva-testimonial. He ahí el lugar de un centro que ubica lo micro y lo macro político en condiciones de igualdad: hay abandono por parte del padre lo mismo que desamparo por parte del estado.

Tras lo expuesto, una segunda cosa es la problemática asociada a la “minoría” de edad y las imposiciones que dicha categoría absorbe. Catalina Donoso en su publicación No Somos Niños (Ediciones UAH, 2020) nos brinda la posibilidad de abordar la imagen de minoría en base a los reductos adultocentristas de diferentes registros cinematográficos, así como literarios, gráficos, entre otros. Al tener presente la tensión minoría-mayoría de edad, damos con que las narrativas que instalan a las infancias como experiencia de mundo, se construyen mayormente desde preceptos estáticos y mayormente sesgados, negando el traspaso para que ellas sean las portadoras o articuladoras de sus propias discursividades. Es así que la obra de Donoso nos brinda una meseta para remirar los marcos representacionales de las infancias, evidenciando la distribución de quienes narran y quienes son narradxs. 

Hasta aquí, lo expuesto por la autora resulta esclarecedor para palpar el grueso de las modulaciones que han sido empleadas para narrar a las infancias. Al pensar en la marginalización forzosa de las clases populares, pienso que el binomio adultez/sexualidad que Cuartito Rosa nos presenta no es tanto realidad como si una de esas modulaciones forzadas. Esto que puede resultar evidente, no lo era hace tantos años si tomamos en consideración las baterías comunicacionales que fueron pormenorizando el lugar de las representaciones de las infancias poblacionales, como fue la cobertura nefasta de las desaparecidas de Alto Hospicio a fines del siglo XX.  De esta manera, lo indagado por Donoso permite, por un lado, observar el montaje y silenciar los reductos adultocentristas, y por otro resignificar las otras experiencias que conviven accidentalmente con estos reductos, como es es el caso de esa minoría de niñas en el documental de Cuartito Rosa haciéndose un lugar en el mundo de las imágenes de sus realizadores. 

Llegados a este punto, solo nos basta apuntar lo que subyace si nos detenemos a pensar el entramado del documental como una excepción de indagaciones videográficas. Porque si podemos observar el calco de su centro, es decir, la operación de un programa específico en estas corporalidades subsumidas a roles crianza y reproducción, es por lo que la obra transparenta: si damos con una lectura ampliada de la experiencia de maternar en niñas-madres, si se hace visible la ausencia del padre como acto naturalizado, si es posible proyectar dicha ausencia en el desamparo del gran aparato estatal, es porque dichas voces –y dichxs realizadores– pudieron generar las condiciones para reinscribir la minoría como lugar de enunciación. 

Con todo, y sin la posibilidad de dar un cierre concreto a estas cavilaciones en torno a la obra, concuerdo que puede ser gratuita la idea de centro y de k’isa, sin embargo una talega sirve para guardar semillas y Cuartito Rosa, para los efectos de la metáfora, es un semillero de evidencias, de niñas que ríen y que en la toma de palabra nos dibujan un mapa con el cual podemos leer diferentes asedios. De esta forma, y con los 31 años de vigencia que tiene la pieza documental, Cuartito nos entrega un acervo de transgresiones múltiples al concepto de la infancia transicional, transgresiones que hoy se ubican desde el mutismo de nuevas consignas que buscan desmantelar la trayectoria del modelo neoliberal, a través de repactaciones forzosas y convocatorias en torno a la reinserción. Lo cierto es que solo ahora el discurso de la infancia pesa y modula las demandas por su cuidado, no antes cuando solo era un dato nominal para estigmatizar y justificar el despotismo del patriarcado gobernante. En suma, esa imagen de otras infancias –las que nos preceden– son muchas de las madres que hoy nos entregan sus miradas de mundo, madres que fueron esas niñas creciendo asediadas por programas que acechaban a sus cuerpos. Gracias al acervo digital, y al relato coral de quienes nos preceden, hoy es posible impugnar con ejercicios de memoria, hacer patente el conflicto de los cuerpos gestantes que fuimos y seremos.

Cuartito Rosa en youtube

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