Siempre me he preguntado cómo desaprender aquellos procesos de identificación e identidad. Buscando respuestas vuelvo a mis cuadernos de Historia del arte. Las únicas mujeres que aparecen en La historia del arte de Gombrich son representaciones hechas por hombres: esculturas y pinturas descritas, experiencias reducidas a un imaginario patriarcal de lo femenino. Me preocupa encerrarme en significaciones hegemónicas cuando escribo de mi relación con las imágenes, pienso que si lo que hago no es una provocación entonces quizá mis palabras sean inútiles. En mi búsqueda de respuestas surge un retrato hecho de 5 momentos, un listado fractal compuesto por 5 recuerdos-imágenes y 3 pies de página.

Momento 1: Mientras leo mis notas concluyo que la Historia escrita de las imágenes contribuye a la producción de un espacio-tiempo cuyo pasado es la conquista y la colonización, y cuyo futuro pareciera no salirse de ese marco: vivo en ese cruce de líneas, en un extraño vértice, entre el pasado que edifica una idea violenta del futuro. Vivo en un presente que se parece a la unión de dos líneas que me atraviesan: vivo en la esquina del margen hecho por estos dos vectores. Escribo estas palabras desde la opinión encontrada, desde el cuerpo en disputa. Hago manifiestas las opacidades de la epidermis del cuerpo que escribe, la delgada piel permite ver un entramado complejo de imágenes: iconografía religiosa, fotos de mi mamá y portadas de discos de punk. Siento que casi puedo asegurar: las imágenes me han quitado el cuerpo. Este texto está lleno de cabos sueltos para que sean tejidos por aquellas que en su camino estén más cerca de la respuesta que yo.
Momento 2: Recuerdo a Fanón y a la búsqueda de las miradas que devuelven al mundo. Aquellas miradas que aprueban una existencia. Pensé en la mirada de los hombres que hacen retornar aquella ligereza que se nubla en el margen del género. Aquella mirada que me mira y me forma, que fragmenta mi cuerpo y mi carne sexuada. Aquella mirada que aporta una liviandad que resulta en ilusión: “El conocimiento del cuerpo es una actividad estrictamente negadora. Es un conocimiento en tercera persona”1. Me miro al espejo y mi cuerpo pareciera no pertenecerse, miro mis fotos, miro mis gestos y al final me devuelvo a las imágenes, mi cuerpo no es mío.
Momento 3: Pienso desde el cuerpo esta diatriba, la dimensión corporal de la existencia y la dimensión visual de la corporalidad se juntan en este escrito que es pregunta. Retomo, antes de empezar con un breve listado fragmentado de recuerdos, una frase que leí hace poco: “¿qué mejor forma de explicar el recorrido histórico del colonialismo sino a través de la producción de sus corporalidades?”2. Mi cuerpo construido dentro de la dinámica histórica-patriarcal, mi cuerpo, siempre tan al borde de la historia, hoy extiende falanges sobre un teclado y se des-escribe. ¿Será acaso mi cuerpo escrito, al igual que mi cuerpo caminante, producto de las imágenes? Pienso en todas las veces en las que he escrito en los bordes de las páginas de los libros de la Historia y la crítica del arte. Al borde de Winckelmann (cuyos textos odio) o incluso al borde de los libros de Didi-Huberman (cuyos textos amo). Al borde de Venus en las páginas de Winckelmann y al borde de Venus en las páginas de Didi-Huberman. Siempre al borde.
Momento 4: En las imágenes hegemónicas el régimen patriarcal reafirma su soberanía: arma y desarma nuestros cuerpos. Los violenta, los representa, los dicta, los comunica, los imagina. ¿mi cuerpo es mío o de las imágenes? ¿o es quizá de las palabras que me han enseñado a desconfiar de las imágenes? No lo sé. Esto quizá surge como un gesto curativo a todo lo suspendido y lo intermitente, a los adverbios de duda. Habitando el subjuntivo que Saidiya Hartman describe como “un estado de ánimo gramatical que expresa dudas, deseos y posibilidades”3. Yo no quiero existir en los confines de esas imágenes que me han dicho cómo ser y estar. Las reúno en este fractal de memorias para discutir algunas de las tantas ocasiones en que las imágenes me han cambiado el cuerpo. Por eso, acá les presento un texto lleno de repeticiones de las palabras “pienso” y “recuerdo”, pues en estas, la contradicción y la duda habitan con mayor libertad. Asimismo, estos verbos conjugados en primera persona son un intento por hacer manifiesto un cuerpo propio que se está escapando —quizá inútilmente— de las imágenes.
Momento 5: Escribo desde el resentimiento de saber que muchas de las imágenes que me han dado forma no las he elegido yo. También escribo en contra de mí misma porque sé que muchas imágenes que le han dado forma a estas ideas sí las he elegido. Pienso, ¿cómo se dibuja el género? ¿qué nuevas formas nacerán de esta ruptura-diatriba en 5 actos?
Breve listado fractal de robos del gesto:
1. Me dijeron que alzara el puño en la Plaza de la Hoja.
Últimamente me resulta complejo pensar en las visualidades que consolidan una estética que pueda considerarse “feminista”. Era 25 de noviembre, día de la movilización en contra de la violencia hacia la mujer y llevábamos marchando por la ciudad varias horas. Eran cerca de las 9pm, yo llevaba una capucha con estrellas rojas, una chica se me acercó y me preguntó si podía tomarme una fotografía, yo le dije que sí, que claro, que no había ningún problema. Antes de tomarme la imagen me pidió que me hiciera a contraluz de un gran farol y me dijo que adoptara ciertos gestos: “mira hacia arriba, ahora alza tu puño hacia el cielo”. Luego me tomó la foto. Una línea de palabras le había dicho a mi cuerpo que gesto adoptar.

Gesto: Alza el puño.
Vienen a mi cabeza muchas imágenes relacionadas con la revolución rusa y publicaciones de Facebook. “Alza el puño al cielo”. No me incomodaron las palabras ni la imagen. Sin embargo me invitaron a pensar el gesto. El puño al aire como repetición y consolidación de imágenes relacionadas con la lucha. Repeticiones inscritas en códigos de “la solidaridad” “la comunidad”. Me pregunto cómo salir de aquella idea de “lo común” que han permeado las imágenes producidas en contextos sociopolíticos específicos. Me pregunto por aquella reproducción de gestos y de imágenes que han delimitado “lo feminista” y me preocupa pensar que caigan en la misma trinchera de ese gran ojo que ha delimitado “lo femenino”. Para este robo del cuerpo no tengo respuesta, pues siento que lo habito cada día. Para este robo me quedan preguntas ¿cómo performar la imagen desde el feminismo?
2. Llevo 6 años buscando una estampa de Santa Verónica.

El crítico de cine Luis Alberto Álvarez —que también era sacerdote— decía que la santa del cine era Santa Verónica. Santa Verónica fue quién le limpió el rostro a Jesús cuando este iba a ser crucificado. La forma del rostro quedó marcada en el manto de la Santa volviéndose un ícono. Desde que leí que Verónica era la santa del cine busqué en diferentes tiendas religiosas una estampa de ella. Aún no encuentro ninguna. Sin embargo, casi todas las estampas de las diferentes santas son similares: en su rostro se dibuja un gesto de dolor. Este mismo gesto lo he visto dibujarse en los rostros de las mujeres de mi familia cuando lloran, en las fotografías del conflicto armado, en las pinturas coloniales de la virgen María y en el espejo, he visto ese mismo gesto de dolor en mi cara. Me pregunto si ese gesto del dolor —que es muy similar al gesto del canto— lo habremos aprendido de la iconografía religiosa. Me aterra pensar que mi cuerpo ha aprendido la tristeza en las imágenes hegemónicas.
En medio de los rostros dolidos de las santas, encuentro relación en los rostros que expresan gestos de placer. ¿El gesto de placer que adopta mi rostro se verá permeado también por el tráfico colonial de las imágenes? Pienso en el limitado repertorio de realización del deseo, en ese gesto icónico del orgasmo que se ha repetido en la hiperproducción capital y patriarcal de la pornografía. Me observo en un espejo y veo mi rostro reducido a un cúmulo de imágenes heteronormadas y coloniales: me observo en los rostros de dolor de la virgen y en los rostros de placer construidos por la iconografía hegemónica del deseo. En este robo del cuerpo, el placer y el dolor se encuentran en un mismo camino: la mujer como un centro de acopio representacional del deseo masculino y de la guerra.
3. Las vi llorar y dar las gracias en la pantalla grande.

Hay veces en las que odio el cine. Observo su maquinaria empresarial y masculina y entonces me enfermo. Crecí viendo películas en donde las mujeres lloraban y daban las gracias. Planos cerrados de rostros repetitivos, acciones en masa y gestos “femeninos”. Cuando entré a estudiar cine, una de las materias obligatorias era “Teoría e Historia de los Medios Audiovisuales”, la teoría y la historia eran, en su mayoría, películas dirigidas por hombres. Este robo del cuerpo está escrito para todas esas veces que quise ser como Anna Karina en las películas de Godard, pero con el problema de que ni soy modelo, ni aparezco ni apareceré en películas de Godard y tampoco soy “danesa naturalizada francesa” (que es como Wikipedia describe a Ana Karina). El problema también es, que Ana Karina tampoco era (solo) esas cosas. El problema en gran medida es que, en la pantalla, en la Historia aprendida del cine, nos han hecho aparecer llorando y dando las gracias. De los recuerdos de todas esas películas que he visto, que he querido o no acuerpar, que me han gustado o no, me quedan los planos sobreexpuestos. Aquellas partes sobreexpuestas que parecen heridas sobre el soporte en el que se graba, me han llevado a descubrir que son las mismas heridas que han dejado aquellas imágenes en mi relación con mi cuerpo. Me han llevado a pensar que, aquellas estrías de luz también buscan ser curadas. Quizá para este robo del cuerpo mi respuesta sea el gesto curandero de creer en esas imágenes que aún están por revelarse en la luz de las heridas. Esas imágenes que nosotras estamos creando y sobre las cuales estamos escribiendo.
4. Haga como que la violan.
Hace un par de años practicaba teatro. Una de las adaptaciones en las que participé fue de la obra escrita por el dramaturgo Fabio Rubiano del clásico “Tito Andrónico” de Shakespeare. La adaptación de Rubiano se llama “Mosca” y es algo así como una lectura transversal de lo escrito por Shakespeare. El personaje que yo interpreté fue a Lavinia, hija de Tito Andrónico. En la obra a Lavinia la violan los hijos de la enemiga de su padre, Tamora. Para que Lavinia no cuente lo que le hicieron le cortan la lengua y para que no pueda escribir le cortan las manos. En “Mosca” todo está escrito con un tono satírico pero en el grupo de teatro en el que la interpretamos, hicimos un montaje oscuro e incómodo. Sobre todo incómodo. Cuando ensayábamos, era particularmente difícil llegar a la escena de la violación. Uno de los tantos robos de mi cuerpo se gestó en la actuación. Lavinia no fue el único personaje de una mujer violada que tuve que interpretar.

Una de las órdenes que más escuché mientras actuaba fue “haga como que”. A partir de esto quiero traer a este breve recuerdo un trabajo de la investigadora Zenaida Osorio. Su trabajo se llama igual que aquella orden que tanto escuché: “Haga como que”. Zenaida reúne diferentes imágenes y se pregunta por el uso mediático que le dan a las representaciones de las mujeres y la violencia.
“Valentina, haga como que la violan”. Me pregunto por la violencia que reside en el despojo del cuerpo dispuesto a representar la tragedia. Me pregunto por ese espacio que hay entre el cuerpo propio y el cuerpo representado. Entre el cuerpo de Valentina y el cuerpo de Lavinia. Desde ese espacio, el que queda entre la representación y el cuenco que representa (el cuerpo) escribo estas palabras. Porque de este robo de mis gestos, mi tranquilidad y mi cuerpo, solo me han quedado el enojo y el miedo.
5. La capucha y las palabras.
Este robo del cuerpo surge como una posibilidad de recuperarlo y expandirlo. Por usar una capucha he tenido problemas en diferentes esferas de mi vida: académicas, laborales y familiares. Siempre me he preguntado cuál es la diferencia entre un hombre y una mujer que usa una capucha. Como objeto, la capucha ha sido usada por el movimiento estudiantil, por el feminismo e incluso para ocultar el rostro de fuerzas estatales. Las veces que he decidido cubrirme el rostro lo he hecho pensando en el retorno a esta cara permeada por las imágenes. Ante los robos del cuerpo he decido des-identificarlo, taparle la cara, abrazar aquella indeterminación que vuelve al cable a tierra de los movimientos colectivos. Pienso, en medio de todo lo que he dicho hasta ahora, que me interesa una escritura encapuchada. Encapucharse como un acto para hacer de nuestra escritura y de nuestros cuerpos una posibilidad. Es decir, el azar en el que caben futuros y esperanzas.
Quiero traer una imagen de la memoria: Muchas mujeres con los rostros cubiertos en una movilización feminista. Abrazando palabras dichas por mi amigo Juan Lombo, en este recuerdo que he decidido traer a este escrito, la capucha revela “su origen colectivo y la imposibilidad de que se fije en ella un único significado: la portaban particularidades y, sin embargo, no le pertenecía a nadie completamente”. La portaban amigas y la portaba yo. La portabamos muchas, pero no era de ninguna.
Las escritura encapuchada acá refleja ese tránsito colectivo de las ideas y las palabras: lo que acá escribo nace de un vértice en el que se juntan las palabras de mis amigas (pues conversando con ellas nacen estas inquietudes). Así pues, las palabras se extienden para cubrir el rostro y movilizar aquellos afectos colectivos, intuitivos y transformadores de negar lo que las imágenes dicen de nosotras.

Pies de página:
- Frantz Fanon. (1973). ‘La experiencia vivida del negro’ . En Piel negra, máscaras blancas((p. 90-116)). Argentina: Abraxas
- Andrea Sánchez Grobet. (2019). Fanon, el cuerpo y la colonialidad: una lectura feminista. 2021, de EntreDiversidades. Revista de ciencias sociales y humanidades Sitio web: https://www.redalyc.org/jatsRepo/4559/455962140005/html/index.html
- Saidiya Hartman. (2008). Venus en dos actos. 2021, de Hemisferic Institute Sitio web: https://hemi.nyu.edu/hemi/es/e-misferica-91/hartman