Túneles de palabras y pixeles: Río Turbio (2020)

Por Alexandra Vázquez

Río Turbio, ciudad minera de la provincia de Santa Cruz, Argentina. También conocida como la capital del carbón, la ciudad de hombres, de hollín y de silencio. La captura de pantalla de un correo electrónico permite asomar la inquietud de la película. El departamento de relaciones institucionales de Yacimientos Carboníferos Río Turbio prohíbe el ingreso de la directora a la mina por motivos soslayados. En otra pantalla, ahora de un teléfono, su tía explica a través de mensajes que las mujeres no pueden entrar a la mina. Frente a este impedimento, reavivado además por el conflicto personal de una tragedia encapsulada en una cinta de VHS de vacaciones familiares, Tatiana Mazú Gonzalez no se detiene, sino todo lo contrario. 

Río Turbio ingresa al socavón por vías laterales donde no transitan ni las personas ni la maquinaria, y se desplaza sobre imágenes escaneadas de mapas geológicos y planos estructurales. Las imágenes digitales se apropian de la topografía del lugar y la convierten en pixeles tan frágiles que pueden ser ampliados y destruidos en el mero acto de repetir este proceso. Si la mina es inaccesible, Mazú Gonzalez empuña otro tipo de herramientas, aparatos de la era digital como un escáner o un teléfono celular que no sólo trasladan la comunicación a otros espacios, sino que permite arrebatar con facilidad lo que en primera instancia parecía inalcanzable, como aquellas imágenes inconcebibles en la ficción de los mineros ingresando a la mina bajo el mandato religioso de una voz electrónica. Cuenta la leyenda que la mina es celosa de las mujeres que entran y cuando esto ocurre, suceden los accidentes. Pero los accidentes nunca cesaron, y la superstición solo se acrecentó con el tiempo. 

Las conversaciones que mantiene con su tía a través de mensajes de texto son tanto íntimas y confesionales como políticas. A medida que el relato esclarece lo que el polvo ha cubierto por completo, se gesta una manifestación por los derechos de las mujeres que allí habitan y que unen fuerzas para reclamar igualdad y de paso la posibilidad de involucrarse en las exigencias sindicales de los mineros por mejores condiciones laborales. Pero esta movilización ocurre también en el plano de mensajes sobreimpresos sobre un fondo negro, en un fuera de campo también velado pero no escondido, que asume la visión limitada de la mina y opta por ver con la palabra escrita. Río Turbio adhiere las palabras a una imagen, y a la imagen, le otorga un tiempo. Las palabras reposan limpias sobre el negro, sin referentes simbólicos como stickers o GIFs animados que hoy se han vuelto muletillas de expresión. Por el contrario, esta identificación que niega una referencia visual, exige una lectura de la palabra escrita que configura una imagen propia y única en cada espectador. 

Para aprehender una creencia, recurrir a quienes la sostienen supone una limitación. Por ende, en Río Turbio, una cámara silente observa desde lejos los paisajes gélidos del pueblo, y escarba sin apuro la quietud envuelta en la bruma, para apresar algo más que el yacimiento, aquel espacio donde conviven las voces que no tienen cabida y donde los que pueden hablar no dicen nada. Los seres humanos casi no habitan el plano -ni los hombres ni las mujeres- pero la directora se sostiene en la palabra y en la imagen para concebir una nueva lengua de representación que evoca lo intangible: la falocracia impregnada y perpetuada por la coyuntura social. Al negarle cabida al centro gravitacional de la ciudad, es decir, a la mina como eje económico y social, repudia ceñirse a las estructuras que han forjado túneles tan profundos como infinitos. En Río Turbio las personas habitan la niebla. Bajo el manto blanco que se apropia de las casas, yacen secretos que alteran las señales telefónicas y generan interferencias. Las mujeres de Río Turbio están presentes en el sonido, en las palabras que pronuncian y en las entrevistas sin rostro. Su ausencia en la imagen, reducida a planos esporádicos que cada tanto las encuentra en sus hogares, evoca la presencia de una lucha de magnitudes que sobrepasa la imagen, y que amalgama los relatos en una voz colectiva que se propaga a lugares inalcanzables fuera del dominio masculino. Invadir con la palabra escenarios donde ellas no llegan y solo se oye el traqueteo metálico de los tejidos de seguridad es una manera de adueñarse de la atmósfera y de hacerse presente en el espacio. Los cables de las grabadoras se extienden sobre los hierros destrozado de Río Turbio en un intento de radiografiar las estructuras de pensamiento que se propagan por el viento o por los cabos. El diseño sonoro encuentra así los ruidos del silencio, el zumbido constante de las maquinarias, la interferencia radial y la vibración de los teléfonos celulares. Este sonido ambiente, que disiente con la naturaleza, pareciera recalcar la intromisión del humano sobre la tierra, y de lo digital sobre el propio humano. ¿Quién domina a quién?

Los defectos de imagen y sonido se potencian y conjugan, hasta que la nieve adquiere vida propia y se transfigura en líneas blancas que bailan frenéticamente al son del ruido agudo de la estática y del rugido del viento, del mismo modo en que las cintas analógicas se entreveran con las digitales hasta el punto de configurar un todo amorfo con vida propia. En este sentido, Río Turbio construye su propia mina, una mina con fragmentos de recuerdos aprisionados, armazones desmantelados y escenarios fragosos, como si en el acto de editar estuviera concentrando fuerzas que no se ciñen a las limitaciones de espacio ni del tiempo, ni siquiera de las personas.

Mazú González articula una historia como si fueran capítulos de un libro, donde los epígrafes de las ilustraciones y terminología técnica se reemplaza por títulos que construyen la ficción de una revuelta social, con pasos y apartados, como si fuera un manual de instrucciones para llevar a cabo la lucha con eficacia. Y en cierta manera lo hace, y a su modo, porque en vez de derribar ese lugar al que no puede entrar, erige otro donde esa mirada mantenida a lo lejos por imposición externa aun así logra conquistar las máquinas antes operadas sólo por hombres. En la mina de Mazú Gonzalez la voz robótica que controla la labor de los mineros se infecta -y por injerencia suya- del discurso de las Mujeres del Carbón, tan indispensable en la emancipación femenina como en la lucha de la clase obrera. Hasta el río congelado puede quebrarse con una piedra, y el sistema puede ser desconectado.

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