Por: Ile Dell’Unti

Hacer cine en los márgenes del país es un programa revolucionario. Hay que luchar con la distribución desigual de recursos (tan antigua como la creación del estado), con la ausencia de redes de contención —hay que crearlas primero, o sostenerlas mientras se intenta avanzar como si tuviéramos mil brazo—, y si por algún empujón del diablo, le ganamos la partida a la marginalidad, una vez finalizada la obra hay que luchar con la constante invisibilización de las grandes capitales. No es cosa fácil, cualquiera que haga cine en un territorio marginal lo sabe.
Yo no he tenido un paso muy fértil por abundantes festivales de cine, pero dejé mis pulgas en alguna que otra alfombra y, como buena provinciana, siempre me sentí un poco incómoda, medio paria entre tanto despliegue de glamour intelectual. De cualquier manera no puedo resistir el deseo de ir, porque allí es donde pueden verse películas raras, bellas (en toda la contradicción y complejidad del término), de tierras lejanas, esas que nunca pueblan la pantalla streaming atorada por los best sellers audiovisuales. Allí —y en la universidad pública y gratuita—, es donde pude escuchar los nombres de quienes sembraron preguntas en mí, que aún guían mi camino.
Atormentada por la contradicción de querer pertenecer a un mundo que parecía hecho a la medida de otros zapatos, hace unos años decidí volver a vivir a Formosa —mi tierra natal—, rezando la frase “hay que poder hacer cine en los márgenes”. Al año ya estaba en crisis -como era de esperarse-, dimensionando el tamaño del impulso que no pude contener y me devolvió a estas tierras salvajes ( en toda la complejidad y contradicción del término), adormecida por las buenas intenciones citadinas, fruto de mi paso por tierras europeas. Yo estaba complicada con la idea de volver al origen, discutía con esa frase de que nadie se baña en el mismo río dos veces. A veces la amaba, a veces la odiaba. Me compliqué tanto que arranqué un proyecto de película y ahí la situación se descontroló del todo, porque para mí hacer películas documentales es, antes que nada, hacerse muchas preguntas.
Mi hermano que es medio brujo, me vio complicada y para mi cumpleaños número 33 me llamó desde una librería en Buenos Aires, insistiendo en que elija algún libro de la sección de cine. Yo estaba negada por tanto cuestionamiento de todo y de todes. Él insistía mientras me leía en voz alta los títulos disponibles, “ese” le dije, cuando surgió el nombre de Arlindo Machado. Lo había leído en la universidad y aunque el título no prometía mucho, había una línea temporal interesante: “Pre-Cine y Post-Cine, en diálogo con los nuevos medios digitales”. El primer párrafo me devolvió la vida:
El cine, el cine stricto sensu, es decir, el cine que se constituyó a partir del cinematógrafo de LeRoy, Edison, Paul, Skladanowsky y los Lumiére, no era todavía, en sus comienzos, lo que hoy llamamos cine. Él reunía, en su base de celuloide, diferentes modalidades de espectáculos derivados de las formas populares de la cultura, como el circo, el carnaval, la magia y la prestidigitación, la pantomima, la feria de atracciones y aberraciones, etc. Como todo mundo que pertenece a la cultura popular, formaba también otro mundo, un mundo paralelo a la cultura oficial, un mundo de cinismo, de obscenidades, desbordes y ambigüedades, donde no existía ningún escrúpulo de elevación espiritual abstracta. (Machado, 2015, pp 71)
Comencé a pensar que el asunto no era tanto saber si era posible o no conectarse con el origen, sino más bien descubrir cuál era ese origen que buscaba. Es extraño, cuando escucho hablar de discursos hegemónicos en el cine, pocas veces escucho -o leo- sobre esa estrategia poderosa —yo diría que fundante— de cualquier hegemonía: la de desconectar a les oprimides de su propia historia.
Yo no soy estudiosa de la obra -muy prolífica por cierto- de Arlindo Machado, pero siempre soñé poder agradecerle en persona, el enorme trabajo de reescribir la historia del cine, de pensarla, imaginarla e interpretarla desde Brasil. Porque el autor de “Pre-Cine y Post-Cine…” traza líneas extrañas, conecta prácticas, pueblos y disciplinas, alumbrando un diálogo subterráneo del pensamiento colectivo. Y él mismo lo reconoce cuando dice:
“Sabemos que a lo largo de sus cien años “oficiales” de historia, el cine, como cualquier otro arte, acumuló un repertorio extraordinario de experiencias, no todas legitimadas por el sello de los historiadores, e incluso muchas relegadas al olvido (. …) Si las historias de cine son todas arbitrarias, podemos obviamente contar otras historias, y de esta manera intentar rescatar experiencias marginadas y delinear una línea de evolución que permita rever el cine bajo otros ángulos” (p 155).
Y entonces quizás podríamos encontrar el inicio del cine en el nacimiento del fonógrafo (p 155). Y para entender el montaje intelectual de Eisenstein, habría que revisar algunas obras de videoarte, o los ideogramas de las lenguas orientales (p 197). Y de repente sería oportuno recordar que “Nos acostumbramos a llamar libro a lo que, en verdad, es un derivado del modelo de códice cristiano” (p 177). Y entonces por qué no abandonar la idea de la muerte del libro en la era de la world wide web, y empezar a pensar en otras formas del libro. Conforme avancé por las letras de Arlindo Machado, el abstracto “mundo del cine” dejó de parecerme hecho a la medida de otros zapatos, el autor escribió un mito fundante con el que afianzar una identidad, y hasta me regaló una clave con la que golpear los tambores del ritual, en su nacimiento:
La cultura oficial, siempre asociada a los entredichos, a las restricciones y a la violencia sanadora, no podía ver ningún progreso en estas caretas e imitaciones graciosas que remitían al motivo carnavalesco de la máscara, en estas payasadas generalmente obscenas con las que se burlaban de la seriedad intimidatoria de las instituciones oficiales. Con el advenimiento del capitalismo y de las ideas protestantes, resultaba cada vez más difícil para una cultura “respetable” convivir con las formas de espectáculo populares francamente ofensivas para las susceptibilidades éticas y estéticas, ya que la nueva civilización dependía, entre otras cosas, del ascetismo, de la creencia de una siniestra Providencia, del protagonismo de categorías como el pecado, el sufrimiento y la redención a través del trabajo. Al no ser técnica o políticamente viable ejercer la represión pura y simple sobre estas formas del espectáculo llamadas “bajas” o “vulgares”, se optó por su confinamiento en guetos, en general situados en la periferia, próximos a los cordones industriales, donde la diversión sospechosa se mezclaba fácilmente con la prostitución y la marginalidad. Fue allí, en esos lugares inicuos, donde el cinematógrafo nació y cobró fuerza durante sus diez o veinte primeros años. (Machado, 2015, pp 79-80)
Flash forward a mis 37 años, la vida me trajo por una temporada a la gran capital. Mientras diseño la forma de volver al margen de dónde vengo, intento terminar la película pese a la violencia de un gobierno fascista que recorta abruptamente los subsidios y ataca los cuerpos de quienes intentamos defender la cultura y el arte. Las preguntas por las resistencias son muchas, la incógnita del futuro se expande como una herida infectada. Vuelvo a este texto por casualidad, pienso en esos primeros diez o veinte años del cine, fantaseo con las infinitas formas que el cine podría haber adoptado, antes de ser cooptado por la burguesía que vio en él, la oportunidad de transmitir ciertos valores de su moral opresora a las masas de trabajadorxs analfabetxs. Me refugio en las formas que el cine encontró de resistir a la cultura del espectáculo homogeneizante, las formas de experimentación y circulación que potenciaron mutaciones, expansiones hacia otros espacios, otras audiencias, otros futuros.
Quienes habitamos uno o varios márgenes sabemos que palabras como colonialismo, cis-heteronorma o patriarcado (por enumerar sólo algunas), son formas de nombrar un cúmulo de eventos diseñados para impedir nuestro acceso concreto y material a formas de crear y formas de existir. Son tantas las barreras, tan cotidianas -a veces sutiles, a veces abrumadoramente visibles para quien desee verlas-, que necesitamos englobarlas en conceptos para evidenciar su carácter sistemático e ideológico. Me preocupa cómo el capitalismo amenaza con neutralizarlas, enmarcándolas en consignas dichas en el marco de una corrección política, el conocido pinkwashing. Quizás es este un buen momento para mencionar que enumerar nuestras identidades en los formularios de inscripción a festivales no es suficiente, que sería oportuno -ahora que las recortan violentamente-, poder discutir las condiciones materiales de producción que dibujan cartografías tan asimétricas, entre otras conversaciones que, intuyo, necesitamos poder tener para afianzarnos como colectivo.
Es cierto que recapitular todas esas dificultades para crear, puede ser un espiral peligroso de angustia, pero es también una forma poderosa de comprender las múltiples resistencias que supimos construir, una forma de valorar el conocimiento producido en las periferias en las que continuamos existiendo y creando, para cobrar fuerza como en esos primeros diez o veinte años del cine.
En las conversaciones durante las marchas, en los encuentros con amigues, la pregunta por el futuro espesa el ambiente. Cuesta pensar cómo vamos a seguir haciendo cine sin fondos públicos, e incluso si lo logramos -porque muches ya lo hicimos y lo continuamos haciendo-, cómo vamos a lograr que nuestras películas existan si los festivales nacionales están desfinanciados y los internacionales en su gran mayoría, priorizan las producciones financiadas con algún fondo jugoso que les regale espalda. Escucho una y otra vez, hablar sobre la necesidad de crear nuevas formas de circulación y exhibición, crear nuevas formas de hacer cine, mientras luchamos para defender lo conseguido. Además de todo eso, pienso, hay que encontrar una forma de ganar un sueldo para vivir en un contexto económico de crisis profunda, con un estado que propone un programa de hambre. Ganar un sueldo y tener tiempo para crear no es una dupla muy conocida, al menos no en mi barrio. Respiro. Hay un pulso que late dentro mío, hay una historia marginal a la que pertenezco. Hay un saber transmitido que continúa existiendo, oculto en esa película que alguien nos envía por wetransfer, o que vimos en algún cine club, en algún festival, que leímos en una revista o que algune amigue nos contó con lujo de detalle, tanto que casi se parece a un sueño que tuvimos. Hay un cine hecho a la medida de nuestros zapatos y es urgente seguir haciéndolo, como sea que nos salga. Hablo de poner en valor ese conocimiento, esa forma de producir que se ve continuamente desmerecida en su precariedad. Hablo de multiplicar agenciamientos colectivos (Deleuze y Guattari, 2004) que logren desterritorializar la discusión, a mi entender poco fértil, sobre el número de espectadores o el número de premios que supuestamente deberíamos acumular para legitimar nuestra existencia. Hablo de crear líneas de fuga —por citar el libro de Guattari que tan bien pensó estos conceptos para pensar “Otro mundo de posibles” (2013)—.
El fascismo quiere borrar nuestra existencia, siento que responderle en sus términos es hablar con una pared, si bien puedo entender de dónde viene el gesto, creo honestamente que esa lógica meritocrática es uno de los frenos a nuestra potencia colectiva. Hablo del deseo, de volver a mirarnos en nuestras complejidades y en nuestras diferencias, de intentar sortear las relaciones de poder que dibujan la cartografía en la que nos desenvolvemos cotidianamente, de caminar senderos diferentes para intentar encontrarnos. Y ya no se trata de una cuestión geográfica, pienso.
Hacer cine en los márgenes es un programa revolucionario.
Bibliografía
Machado, A. (2015). Pre-cine y post-cine: En diálogo con los nuevos medios digitales. La marca: Buenos Aires.
Guattari, F. (2013). Líneas de fuga: por otro mundo de posibles. Cactus: Buenos Aires.
Deleuze, G., Guattari, P. F.. (2004). Mil mesetas. Capitalismo y Esquizofrenia. Pre-textos: Valencia.