
Voy a escribir un sueño. Ante la ausencia, me permito imaginar.
Claro oscuro y Cotidiano surrealismo son los dos cortometrajes experimentales que hizo a lo largo de su vida la escritora mexicana Adela Fernández. De su existencia sólo queda (al menos lo que arroja una búsqueda en los archivos de la Cineteca Nacional de México) la mención general en ciertos artículos que, en muchos casos, sólo precisan la cantidad. A veces, con un poco más de suerte, se mencionan los títulos. El resto es silencio.
Hace algún tiempo, el Fondo de Cultura Económica editó los Cuentos reunidos, de Adela Fernández. Textos que antes sólo se conseguían a partir de las copias de las copias de un amigo, en una especie de clandestinidad literaria, ahora pueden ser leídos con mayor accesibilidad. El volumen se trata de una recopilación de los libros: Duermevelas (1986) y Vago espinazo de la noche (1996). A ellos se suman algunos cuentos de su primer libro El perro o el hábito por la rosa (1975), como es el caso de “La jaula de la tía Enedina”.
Ante la ausencia de sus dos cortometrajes, y el silencio que los rodea, este texto es un intento de imaginar (y de pensar) cómo pudieron ser Claro oscuro y Cotidiano surrealismo a través de los temas recurrentes, así como de la estética que la autora construye, en su cuentística.
Por muchos años “La jaula de la tía Enedina” ha sido el texto de Fernández que mayor circulación ha tenido. Me atrevo a decir que es el más conocido y estudiado. Este cuento podría aprehender varias de las preocupaciones que a lo largo de su obra la autora desarrolla y que contrastan con los valores de su época. Para acentuar esta divergencia quizá valga la pena recuperar la imagen del padre de Fernández y de su obra en contraposición a la de ella.
La importancia del estado nación y el amor romántico simplificado a la heteronorma en las películas de Emilio “El Indio” Fernández. O quizá no. Basta una imagen: la de una Adela Fernández adolescente leyendo a escondidas a Simone de Beauvoir o a Carl Sagan. “Forraba esos libros con fotos de Zapata, de la revolución de 1910, para que mi papá no descubriera lo que leía” [1] , confiesa ella. A los dieciséis años decide ya no vivir en La Fortaleza, la casa del Indio Fernández; dice adiós acompañada de una máquina de escribir Remington que perteneció a su abuelo, la Enciclopedia Británica y unos jorongos. “En definitiva, salí huyendo de tanta mexicanidad, de tanto realismo mexicano, de tanto nacionalismo y de tanto control exacerbado. Me llamaban la niña cautiva de Coyoacán” [2].
Navegando a contracorriente, Adela Fernández construye una narrativa en la que, en palabras de Alfonso Miranda, muestra la identidad mexicana más allá de lo deseable. Sus personajes femeninos desafían las convenciones sociales: la maternidad, el matrimonio, la forma de vivir la sexualidad. También, sin hacerlo desde el proyecto de estado nación, el pensamiento indígena está presente en la obra de Fernández, no sólo en “La jaula de la tía Enedina”, en donde los personajes se convierten en lo que comen (evidencia de su conocimiento antropológico sobre el tema), sino también en “Yemasanta”, en donde Isabel acude con una curandera para tratar su esterilidad o en “Reloj de sombra” en el que la brujería y los amarres se convierten en una forma para la protagonista de descubrirse a sí misma y desvincularse de las estructuras sociales que la rodean.
Hay una atmósfera entre onírica y surrealista que envuelve los relatos. Eduardo Cerdán menciona que, para la autora, los cuentos son como sueños. “Según ella, el cuentista captura fragmentos del mundo onírico que toman forma únicamente en el papel, transformados de manera previa mediante la creación literaria” [3] . Volviendo a los dos cortometrajes, en el título de ambos hay asomo también de ello. ¿Será que para Fernández el cine, al igual que la literatura, es una clase de sueño?
En “Los mimos vacíos”, a través de la historia de un mimo que pierde su capacidad de expresión, hay asomo de algunas ideas de Fernández que podrían trasladarse a su relación con el cine y el teatro. Cabe recordar que junto a varias amigas desarrolló el Laboratorio Experimental de Teatro Críslidos (además escribió obras y varios monólogos). En el cuento, un mimo decide prolongar su experiencia artística, acotada sólo a la duración del acto, grabando con una cámara su espectáculo. El día de la filmación, al despertar, se da cuenta de que su rostro no es capaz de expresar. El personaje llega a la siguiente revelación:
En ese momento supe que un rostro es algo más que la carne; es ante
todo la substancia etérea que lo anima, algo similar al espectro solar, a
una energía cósmica que amolda a la forma facial proyectando
emociones, ideas y todo cuanto el alma es. [4]
Preocupado, y recluido del mundo, un día descubre que un hombre guarda en una casa semidemolida, su rostro como el de muchos más. El personaje huye con las botellas que aprisionan el suyo y el de su compañero, pero al salir a la calle se les resbalan y caen: los rostros, casi diluidos, se pierden por la coladera.
Semejante al propio espectáculo que intenta eternizar el personaje (un hombre que se descubre ante el espejo), el cuento pasa de “la realidad al sueño y del sueño a la realidad” [5] . El espejo opera como el símil de lo que a través de un cuento, de un acto teatral o del cine se busca aprehender. Dentro del número del mimo acontece que la fascinación de contemplarse en el espejo se convierte en el horror hacia sí mismo al descubrir la pérdida de la identidad.
Por lo que en el desenlace destruye el espejo. Como si de Matrioskas se tratara, algo similar ocurre en la historia del cuento: la imposibilidad del personaje por recuperar su rostro, la botella que se quiebra, predispone una ruptura, la diferencia entre el cine y el teatro: la lucha entre lo efímero y la permanencia.
El espejo y el reflejo. El sueño y la vigila. Todos ellos se entrecruzan en la tragedia inmediata por aprehender lo efímero. Lo fantástico, rayano surrealista, es la llave con la que Fernández hurga dentro de sí. Se posiciona desde ahí para mirar críticamente su época. Y por eso la importancia de imaginar, de soñar y de pensar su Claro oscuro y Cotidiano surrealismo. En ese silencio está la ausencia de la otra parte de la historia. Como Cartucho, de Campobello, que nos regala esa otra revolución mexicana. No la de los hombres y sus ideas, sino la de la niña que mira por tres días al hombre fusilado bajo su ventana, al garabato de su cuerpo: a aquel muerto suyo.
Me emociona saber inscritos dentro del cine experimental a estos dos cortometrajes de Fernández. Esa “periferia” del cine que muestra otras formas de ser y percibir el mundo, de representarlo. Pola Weiss y el cuerpo femenino. El guerrillerismo audiovisual de Don Anahí. Nuria Gómez Pimentel y cómo el ser vista, duele. ¿De qué forma Claro oscuro y Cotidiano surrealismo dialogarían con este presente? Me imagino ambos cortometrajes inscritos en la atmósfera inusitada de los cuentos de Fernández (¿de qué otra manera podrían ser?) Pienso en “Vago espinazo de la noche” en el que, en un ritual, después de ingerir una sustancia, los personajes ascienden a la divinidad a través de las vértebras de una espalda. O en ese otro cuento en el que, kilómetro a kilómetro, sin importar la velocidad a la que el conductor se desplaza, la misma pareja reaparece en el camino. Por eso, al imaginar sus dos cortometrajes, surgen la noche y el inconsciente. La pesadilla ante lo impredecible de lo cotidiano, cuando las cosas ocurren pero no terminan por comportarse o ceñirse a lo que deberían ser.
Bajo esta línea: ¿podría su obra fílmica dialogar con la de la cineasta estadounidense Maya Deren? El pan sobre la mesa atravesado por un cuchillo, la llave, el teléfono descolgado… No lo sabemos. Tal vez la forma en la que el inconsciente irrumpe en lo cotidiano fuese para Fernández otras imágenes: un vago espinazo de la noche o una mujer cuyo cuerpo se transforma en una aguja. La incógnita: ¿cómo filmarlo, qué loops, con qué colores? ¿Dentro de una casa, en una oficina, en la cocina o en una campo abierto, sin la presencia humana, a la sombra de un relámpago? Se suma la biografía: sus estudios antropológicos sobre la comida mexicana, sus obras de teatro, sus cuentos, su ser lesbiana, madre, amiga, hija. Y la pregunta vuelve: ¿cómo filmarlo? Faltan esos dos cortometrajes: desgarrar el forro de Zapata para mostrarnos a Simone de Beauvoir, a Fernández. Otra perspectiva de la historia.

Notas
1 Recupero esta cita del texto de Alejandro Ipiña (2013): “Adela, la hija de Emilio El Indio Fernández,
en su voz más íntima”. BIOGRAFÍAS: Adela Fernández / La niña cautiva de Coyoacán (eltriunfodearciniegas.blogspot.com)
2 Ibídem.
3 Eduardo Cerdán. “Adela Fernández. La niña cautiva de Coyoacán” en la revista Cuadrivio. 25 de
diciembre de 2015.
4 Adela Fernández (2023). Cuentos reunidos. Fondo de Cultura Económica.
5 Ibídem.