Por: La Rabia Cine
Hojas secas, plantas sin vida, un reloj estropeado. Las paredes desgastadas se mimetizan con el rostro lánguido de Ana. En un repentino arranque de osadía, Ana se levanta y empieza a grabar un mensaje de audio de Whatsapp. De espaldas, el tono de su voz cambia, el enojo se disipa con su sonrisa, y la sonrisa pierde contra la irritación del recuerdo. Swipe y a la papelera. Las palabras dichas se dispersan en la red, junto a tantos otros mensajes borrados que habitan el limbo digital y que con tanta facilidad son desechados con un simple gesto de la mano. “Hola, Juan” se ensaya una y otra vez, y en cada ocasión las formalidades del obligatorio saludo se entregan a recuerdos volátiles que fluctúan entre la nostalgia y el regocijo, el reproche y el asombro.
Juan, el destinatario invisible, adquiere forma y volumen. La mirada de Ana desdobla las aristas de su personalidad: Juan, hoy el legendario, el guapo, el intelectual irresistible, no siempre fue así. Según el relato de Ana, esa construcción fue, en parte, su responsabilidad, cuando ella lo miró primero que otras, acompañándose de manera mutua cuando eran estudiantes; testigo omnisciente de ese cambio, lo pone en palabras: “tu inteligencia de pronto respiraba”. Juan empezó a brillar como el sol, a quemar, dejando un posible reguero de corazones rotos a su paso. Como en un diálogo imaginario, Ana anticipa sus preguntas: “Yo estoy bien también”, afirma, mientras sopesa la reminiscencia de quien había llegado a conocer, quizá, tanto más que un amigo. ¿Cómo pasar al frente tras la ausencia repentina e injustificada del otrx? ¿Cómo ver bien después de estar mirando al sol de frente sin que los ojos queden ofuscados?
Una catarsis sonora, pero solitaria. Hablar sin la posibilidad de que el otro responda. Hay un espacio vacío para aquellas palabras sin destinatario. La imagen de Juan se traza dos veces: en un tiempo pasado, cuando ambos se conocieron en la proyección de una imagen ideal —para ella— y en el presente: el amigo ausente que “ya no existe”, con el que se puede vivir muy bien sin el recuerdo. Ana camina por el pequeño patio descuidado, su cuerpo toma diferentes posturas habitando los rincones del lugar a medida que graba los audios: “Todo lo que yo contaba, tenía que ver contigo. En el fondo, yo siempre estaba hablando de ti”, en ese momento la cámara la filma más de cerca. Cuando la ausencia atraviesa todas las palabras que una habla, el dolor cala más profundo. Esas mismas palabras que, a modo de soliloquio inmune, de monólogo catártico, nos preguntamos también si efectivamente es necesario enviarlas. Por la pista vacía es ese relato del amor que una misma se construye: “La permanencia del amor como constructor de espacios de palabras”, escribe Julia Kristeva.
La película se moldea y respira a la par de cuatro mensajes de audio para un destinatario que oscila en un tiempo irreal y casi mítico, sin rastros de comunicación previa en el chat abierto. Audios que incluyen la canción En cualquier fiesta, de la banda ochentera La Mode, a modo de cierre de un diálogo imposible. La letra y su música comparten elementos con la historia que el cortometraje propone: nostalgia, reencuentro, pasado, una despedida. La memoria dulce y amarga. Ana recuerda la canción previamente en uno de sus audios no enviados. Sale del patio, entramos en el interior, la música suena para ella, y para ese espacio vacío, donde lo no dicho sedimenta el tiempo, y vuelve para encontrarnos una tarde cualquiera, con nuestro propio recuerdo, y el aura de lo perdido. Como en La nuit d’avant (2019) —y en general, como en el cine de Pablo García Canga— la película se conjura a través de la palabra y del sonido. Está lo que escuchamos, pero también lo que permanece fuera de campo, en el espacio de lo imaginario: los sueños, los recuerdos, las propias películas. Lo que no se ve, lo que no se dice, lo que no sabemos. “Cuando nuestra riqueza sea solo la memoria, seguro que nos vemos en cualquier fiesta” dice la letra de la canción. Y después: “Yo me acercaré a tu mesa, te preguntaré si bailas, y daremos vueltas por la pista vacía”. Cerca del parlante el celular, con su objetiva frialdad, graba lo que se reproduce. Ana, por lo bajo, canta.